La enérgica vigencia del Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels
La enérgica vigencia
del Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels
Entrada
muy a propósito de los 20l años de republiquita nuestra tan ajena
¿Cuántos (hombres y mujeres), por envidiosos e ignorantes, hablaron mal de los comunistas y hasta los mandaron a torturar y luego a matar? y… ¿cuántos de esos malhablantes, habrán leído el Manifiesto del Partido Comunista, de Marx y Engels? Al parecer nadie, pero eso ya estuvo. Talvez si los de la generación de ahora lo leen cambian de modo. Por suerte yo salí inmune del peligro de ser comunista, gestor de la insurgencia popular, aquí en el país(ito) durante 20 años, quizás porque lo hice desde la clandestinidad.
Ojalá ahora se motivaran hacerlo, dada la
novedosa línea de pensamiento de lo publicado, en el periódico mexicano La
Jornada el 8 de marzo de 1998 y que hoy resocializo, donde Umberto Eco, “analiza
el poderío retórico del más célebre de los panfletos políticos y evalúa las
estrategias persuasivas, poéticas y publicitarias, es decir, los méritos estilísticos
de Marx y Engels”. Manifiesto, tan vigente en estos días, ya no se diga en el
país(ito) cacorro, que ni siquiera república democrático-burguesa ha podido ser
en 2001 años. Manifiesto al que Marx y Engels dan fin con el famoso eslogan o
consigna "¡Proletarios de todos los países, uníos!", al que
Marx y Engels siempre le otorgaron la autoría a la gran Flora Tristán, la peruana-francesa
cofundadora del internacionalismo proletario, motivación indudable del eslogan.
Luisfelipe Minhero.
Autor Independiente Salvadoreño.
Página de
Autor Central: amazon.com/author/luisfelipeminhero
Blog: luisfelipeminhero.blogspot.com
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¡Qué
anuncio, compañero Marx!
Umberto Eco.
Ciento cincuenta años
después.
No se puede sostener que algunas bellas páginas
puedan solas cambiar al mundo. La obra entera de Dante no logró restituir al
Sacro Emperador romano a las comunas italianas. Sin embargo, el Manifiesto del
Partido Comunista, publicado por Marx y Engels en 1848, y que ciertamente ha
influido en los acontecimientos de dos siglos, debe ser releído desde el punto
de vista de su calidad literaria, o por lo menos, de su extraordinaria
estructura retórico-argumentativa.
En 1971 apareció el pequeño libro de un autor
venezolano, Ludovico Silva, El estilo literario de Marx, publicado en Italia en
1973 por Bompiani. Creo que está ya agotado, y valdría la pena reeditarlo.
Refiriéndose a la historia de la formación literaria de Marx (pocos saben que
escribió también poemas, muy malos en la opinión de los que los leyeron), Silva
analizó toda la obra marxiana. Curiosamente, dedicó sólo pocas páginas al
Manifiesto, quizá porque no es una obra estrictamente personal. Es una lástima:
se trata de un texto formidable que alterna tonos apocalípticos e ironía,
eslogans eficaces y explicaciones claras, y que -si realmente la sociedad
capitalista quiere vengarse de los fastidios que estas no muy numerosas páginas
le han causado- debería ser religiosamente analizado hoy en las escuelas para
publicistas.
Reléanlo, por favor. Empieza con un formidable
golpe de timbal, como la Quinta de Beethoven: "Un fantasma recorre
Europa" (no olvidemos que estamos cerca ya del comienzo prerromántico y
romántico de la novela gótica, y los espectros son entidades que se deben tomar
en serio). Sigue inmediatamente después una historia a vuelo de pájaro de las
luchas sociales, desde la antigua Roma hasta el nacimiento y desarrollo de la
burguesía, y las páginas dedicadas a las conquistas de esta nueva clase
"revolucionaria" constituyen su poema fundador, todavía válido para
los sostenedores del liberalismo. Se ve (quiero decir exactamente "se
ve", en sentido casi cinematográfico) esta nueva fuerza irrefrenable que,
impulsada por la necesidad de nuevas salidas para sus mercancías, cruza todo el
orbe terráqueo (y a mi parecer aquí el judío y mesiánico Marx piensa en el
inicio del Génesis), trastorna y transforma países lejanos porque los bajos
precios de sus productos son una especie de artillería pesada con la que
derrumba cualquier muralla china, hace capitular a los bárbaros más endurecidos
en el odio contra el extranjero, instaura y desarrolla las ciudades como signo
y fundamento de su propio poder, se multinacionaliza, se globaliza, hasta
inventa una literatura ya no nacional sino mundial.
Al final de esta apología (que convence porque
es sinceramente sentida), llega de improviso el viraje dramático: el nigromante
se halla impotente para dominar las fuerzas subterráneas que ha evocado, el
vencedor se ahoga en su propia sobreproducción y genera en su propio regazo, de
sus mismas entrañas, a sus sepultureros, los proletarios.
Entra ahora en escena esta nueva fuerza que, en
un primer momento dividida y confusa, se empeña con furia en la destrucción de
las máquinas y se deja usar por la burguesía como masa de choque, obligada a
luchar contra los enemigos de sus propios enemigos (las monarquías absolutas,
la propiedad feudal, los pequeños burgueses), y absorbe gradualmente la parte
de los adversarios que la gran burguesía proletariza: artesanos, negociantes,
campesinos propietarios. La revuelta se vuelve lucha organizada, los obreros
entran en contacto recíproco por medio de otro poder que los burgueses han
desarrollado para su propio provecho: las comunicaciones. Y aquí el Manifiesto
cita los ferrocarriles, pero piensa también en las nuevas comunicaciones de
masas (no olvidemos que Marx y Engels, en La sagrada familia, supieron usar la
televisión de la época, es decir, la novela de folletín, como modelo del
imaginario colectivo, criticando su ideología pero al mismo tiempo utilizando
lenguaje y situaciones que ella había popularizado).
En este punto entran a escena los comunistas.
Antes de decir de manera programática quiénes son y qué quieren, el Manifiesto
(con un movimiento retórico soberbio), desde el punto de vista de la burguesía,
plantea que los teme y levanta algunas aterradoras preguntas: ¿pero ustedes quieren
abolir la propiedad privada?, ¿quieren la comunidad de las mujeres?, ¿quieren
abolir la religión, la familia, la patria?
Aquí, el juego se hace sutil, porque a todas
estas preguntas el Manifiesto parece contestar de manera tranquilizadora, como
para ablandar al adversario, pero luego, con un movimiento repentino, lo golpea
en el plexo solar y obtiene el aplauso del público proletario ¿Queremos abolir
la propiedad privada? ¡Qué va!, las relaciones de propiedad han sido siempre
objeto de transformación: ¿acaso la revolución francesa no ha abolido la
propiedad feudal en favor de la burguesa? ¿Queremos abolir la propiedad
privada? Qué tontería, no existe, porque es una propiedad de un diez por ciento
de la población en contra del 90 por ciento. ¿Nos acusan entonces de querer
abolir "su" propiedad? Sí, es exactamente lo que queremos hacer. ¿La
comunidad de las mujeres? ¡Pero vamos, lo que nosotros queremos es más bien
quitarles el carácter de instrumento de producción! ¿Creen realmente que
queremos comunizar a las mujeres? ¡Pero si la comunidad de las mujeres la han
inventado precisamente ustedes, que además de usar a sus propias esposas
aprovechan a las de los obreros y como mejor pasatiempo practican el arte de
seducir a las de sus iguales! ¿Destruir a la patria? ¿Cómo se puede quitar a
los obreros lo que no tienen? Nosotros queremos más bien que, triunfando, los
proletarios se constituyan en nación.
Dos eslogans
memorables.
Y así sucesivamente, hasta aquella obra maestra
de reticencia que es la respuesta sobre la religión. Se intuye que la respuesta
es "queremos destruir esta religión", pero el texto no lo dice: antes
de enfrentar un tema tan delicado, que pasa por alto, da a entender que todas
las transformaciones tienen un precio, pero mejor por ahora no abrir capítulos
demasiado candentes.
Sigue luego la parte más doctrinaria, el programa
del movimiento, la crítica a los varios socialismos, pero en este punto el
lector está ya fascinado por las páginas anteriores. Y si la parte doctrinaria
resultara demasiado difícil, he aquí el golpe final, dos eslogans que cortan la
respiración, fáciles de retener en la memoria, destinados (me parece) a una
fortuna fabulosa: "Los proletarios no tienen nada que perder, salvo sus
propias cadenas" y "¡Proletarios de todos los países, uníos!"
Además de la capacidad poética para inventar
metáforas memorables, el Manifiesto permanece como una obra maestra de retórica
política (y no solamente) que debería ser estudiada en las escuelas, junto con
las Catilinarias y el discurso shakespeariano de Marco Antonio ante el cadáver
de Julio César. Porque, dada la amplia cultura clásica de Marx, no hay que
excluir que haya tenido presentes estos textos.
Traducción: Annunziata Rossi.
Después de la foto viene completo el Manifiesto
del Partido Comunista, de Marx y Engels y con prólogos de ellos a 5
ediciones.
Federico Engels y Karl Marx con
sus hijas Jenny, Eleanor y Laura.
Manifiesto del Partido Comunista
(1848)
Digitalizado para
el Marx-Engels Internet Archive por José F. Polanco en 1998. Retranscrito para
el Marxists Internet Archive por Juan R. Fajardo en 1999.
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PRÓLOGOS DE MARX Y ENGELS A VARIAS EDICIONES
DEL MANIFIESTO
1
PRÓLOGO DE MARX Y ENGELS A LA EDICIÓN
ALEMANA DE 1872
La Liga Comunista, una organización obrera internacional, que en las
circunstancias de la época -huelga decirlo- sólo podía ser secreta, encargó a
los abajo firmantes, en el congreso celebrado en Londres en noviembre de 1847,
la redacción de un detallado programa teórico y práctico, destinado a la publicidad,
que sirviese de programa del partido. Así nació el Manifiesto, que se reproduce
a continuación y cuyo original se remitió a Londres para ser impreso pocas
semanas antes de estallar la revolución de febrero. Publicado primeramente en
alemán, ha sido reeditado doce veces por los menos en ese idioma en Alemania,
Inglaterra y Norteamérica. La edición inglesa no vio la luz hasta 1850, y se
publicó en el Red Republican de Londres, traducido por miss Elena Macfarlane, y
en 1871 se editaron en Norteamérica no menos de tres traducciones distintas. La
versión francesa apareció por vez primera en París poco antes de la
insurrección de junio de 1848; últimamente ha vuelto a publicarse en Le
Socialiste de Nueva York, y se prepara una nueva traducción. La versión polaca
apareció en Londres poco después de la primera edición alemana. La traducción
rusa vio la luz en Ginebra en el año sesenta y tantos. Al danés se tradujo a
poco de publicarse.
Por mucho que durante los últimos veinticinco años hayan cambiado las
circunstancias, los principios generales desarrollados en este Manifiesto
siguen siendo substancialmente exactos. Sólo tendría que retocarse algún que
otro detalle. Ya el propio Manifiesto advierte que la aplicación práctica de
estos principios dependerá en todas partes y en todo tiempo de las circunstancias
históricas existentes, razón por la que no se hace especial hincapié en las
medidas revolucionarias propuestas al final del capítulo II. Si tuviésemos que
formularlo hoy, este pasaje presentaría un tenor distinto en muchos respectos.
Este programa ha quedado a trozos anticuado por efecto del inmenso desarrollo
experimentado por la gran industria en los últimos veinticinco años, con los
consiguientes progresos ocurridos en cuanto a la organización política de la
clase obrera, y por el efecto de las experiencias prácticas de la revolución de
febrero en primer término, y sobre todo de la Comuna de París, donde el
proletariado, por vez primera, tuvo el Poder político en sus manos por espacio
de dos meses. La comuna ha demostrado, principalmente, que “la clase obrera no
puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola
en marcha para sus propios fines”. (V. La guerra civil en Francia, alocución
del Consejo general de la Asociación Obrera Internacional, edición alemana,
pág. 51, donde se desarrolla ampliamente esta idea). Huelga, asimismo, decir
que la crítica de la literatura socialista presenta hoy lagunas, ya que sólo
llega hasta 1847, y, finalmente, que las indicaciones que se hacen acerca de la
actitud de los comunistas para con los diversos partidos de la oposición
(capítulo IV), aunque sigan siendo exactas en sus líneas generales, están
también anticuadas en lo que toca al detalle, por la sencilla razón de que la
situación política ha cambiado radicalmente y el progreso histórico ha venido a
eliminar del mundo a la mayoría de los partidos enumerados.
Sin embargo, el Manifiesto es un documento histórico, que nosotros no
nos creemos ya autorizados a modificar. Tal vez una edición posterior aparezca
precedida de una introducción que abarque el período que va desde 1847 hasta
los tiempos actuales; la presente reimpresión nos ha sorprendido sin dejarnos
tiempo para eso.
Londres, 24 de junio de 1872.
2
PROLOGO DE ENGELS A LA EDICION ALEMANA
DE 1883
Desgraciadamente, al pie de este prólogo a la nueva edición del
Manifiesto ya sólo aparecerá mi firma. Marx, ese hombre a quien la clase obrera
toda de Europa y América debe más que a hombre alguno, descansa en el
cementerio de Highgate, y sobre su tumba crece ya la primera hierba. Muerto él,
sería doblemente absurdo pensar en revisar ni en ampliar el Manifiesto. En
cambio, me creo obligado, ahora más que nunca, a consignar aquí, una vez más,
para que quede bien patente, la siguiente afirmación:
La idea central que inspira todo el Manifiesto, a saber: que el régimen
económico de la producción y la estructuración social que de él se deriva
necesariamente en cada época histórica constituye la base sobre la cual se
asienta la historia política e intelectual de esa época, y que, por tanto, toda
la historia de la sociedad -una vez disuelto el primitivo régimen de comunidad
del suelo- es una historia de luchas de clases, de luchas entre clases
explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, a tono con las diferentes fases
del proceso social, hasta llegar a la fase presente, en que la clase explotada
y oprimida -el proletariado- no puede ya emanciparse de la clase que la explota
y la oprime -de la burguesía- sin emancipar para siempre a la sociedad entera
de la opresión, la explotación y las luchas de clases; esta idea cardinal fue
fruto personal y exclusivo de Marx .
Y aunque ya no es la primera vez que lo hago constar, me ha parecido
oportuno dejarlo estampado aquí, a la cabeza del Manifiesto.
Londres, 28 junio 1883.
3
PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN
ALEMANA DE 1890
Ve la luz una nueva edición alemana del Manifiesto cuando han ocurrido
desde la última diversos sucesos relacionados con este documento que merecen
ser mencionados aquí.
En 1882 se publicó en Ginebra una segunda traducción rusa, de Vera
Sasulich, precedida de un prólogo de Marx y mío. Desgraciadamente, se me ha
extraviado el original alemán de este prólogo y no tengo más remedio que volver
a traducirlo del ruso, con lo que el lector no saldrá ganando nada. El prólogo
dice así:
“La primera edición rusa del Manifiesto del Partido Comunista, traducido
por Bakunin, vio la luz poco después de 1860 en la imprenta del Kolokol. En los
tiempos que corrían, esta publicación no podía tener para Rusia, a lo sumo, más
que un puro valor literario de curiosidad. Hoy las cosas han cambiado. El
último capítulo del Manifiesto, titulado “Actitud de los comunistas ante los
otros partidos de la oposición”, demuestra mejor que nada lo limitada que era
la zona en que, al ver la luz por vez primera este documento (enero de 1848),
tenía que actuar el movimiento proletario. En esa zona faltaban,
principalmente, dos países: Rusia y los Estados Unidos. Era la época en que
Rusia constituía la última reserva magna de la reacción europea y en que la
emigración a los Estados Unidos absorbía las energías sobrantes del
proletariado de Europa. Ambos países proveían a Europa de primeras materias, a
la par que le brindaban mercados para sus productos industriales. Ambos venían
a ser, pues, bajo uno u otro aspecto, pilares del orden social europeo.
Hoy las cosas han cambiado radicalmente. La emigración europea sirvió
precisamente para imprimir ese gigantesco desarrollo a la agricultura
norteamericana, cuya concurrencia está minando los cimientos de la grande y la
pequeña propiedad inmueble de Europa. Además, ha permitido a los Estados Unidos
entregarse a la explotación de sus copiosas fuentes industriales con tal
energía y en proporciones tales, que dentro de poco echará por tierra el monopolio
industrial de que hoy disfruta la Europa occidental. Estas dos circunstancias
repercuten a su vez revolucionariamente sobre la propia América. La pequeña y
mediana propiedad del granjero que trabaja su propia tierra sucumbe
progresivamente ante la concurrencia de las grandes explotaciones, a la par que
en las regiones industriales empieza a formarse un copioso proletariado y una
fabulosa concentración de capitales.
Pasemos ahora a Rusia. Durante la sacudida revolucionaria de los años 48
y 49, los monarcas europeos, y no sólo los monarcas, sino también los
burgueses, aterrados ante el empuje del proletariado, que empezaba a, cobrar
por aquel entonces conciencia de su fuerza, cifraban en la intervención rusa
todas sus esperanzas. El zar fue proclamado cabeza de la reacción europea. Hoy,
este mismo zar se ve apresado en Gatchina como rehén de la revolución y Rusia
forma la avanzada del movimiento revolucionario de Europa.
El Manifiesto Comunista se proponía por misión proclamar la desaparición
inminente e inevitable de la propiedad burguesa en su estado actual. Pero en
Rusia nos encontramos con que, coincidiendo con el orden capitalista en febril
desarrollo y la propiedad burguesa del suelo que empieza a formarse, más de la
mitad de la tierra es propiedad común de los campesinos.
Ahora bien -nos preguntamos-, ¿puede este régimen comunal del concejo
ruso, que es ya, sin duda, una degeneración del régimen de comunidad primitiva
de la tierra, trocarse directamente en una forma más alta de comunismo del
suelo, o tendrá que pasar necesariamente por el mismo proceso previo de
descomposición que nos revela la historia del occidente de Europa?
La única contestación que, hoy por hoy, cabe dar a esa pregunta, es la
siguiente: Si la revolución rusa es la señal para la revolución obrera de
Occidente y ambas se completan formando una unidad, podría ocurrir que ese
régimen comunal ruso fuese el punto de partida para la implantación de una
nueva forma comunista de la tierra.
Londres, 21 enero 1882.”
Por aquellos mismos días, se publicó en Ginebra una nueva traducción
polaca con este título: Manifest Kommunistyczny.
Asimismo, ha aparecido una nueva traducción danesa, en la
“Socialdemokratisk Bibliothek, Köjbenhavn 1885”. Es de lamentar que esta
traducción sea incompleta; el traductor se saltó, por lo visto, aquellos
pasajes, importantes muchos de ellos, que le parecieron difíciles; además, la
versión adolece de precipitaciones en una serie de lugares, y es una lástima,
pues se ve que, con un poco más de cuidado, su autor habría realizado un
trabajo excelente.
En 1886 apareció en Le Socialiste de París una nueva traducción
francesa, la mejor de cuantas han visto la luz hasta ahora.
Sobre ella se hizo en el mismo año una versión española, publicada
primero en El Socialista de Madrid y luego, en tirada aparte, con este título:
Manifiesto del Partido Comunista, por Carlos Marx y F. Engels (Madrid,
Administración de El Socialista, Hernán Cortés, 8).
Como detalle curioso contaré que en 1887 fue ofrecido a un editor de
Constantinopla el original de una traducción armenia; pero el buen editor no se
atrevió a lanzar un folleto con el nombre de Marx a la cabeza y propuso al
traductor publicarlo como obra original suya, a lo que éste se negó.
Después de haberse reimpreso repetidas veces varias traducciones
norteamericanas más o menos incorrectas, al fin, en 1888, apareció en
Inglaterra la primera versión auténtica, hecha por mi amigo Samuel Moore y
revisada por él y por mí antes de darla a las prensas. He aquí el título:
Manifesto of the Communist Party, by Karl Marx and Frederick Engels. Authorised
English Translation, edited and annotated by Frederíck Engels. 1888. London,
William Reeves, 185 Flett St. E. C. Algunas de las notas de esta edición acompañan
a la presente.
El Manifiesto ha tenido sus vicisitudes. Calurosamente acogido a su
aparición por la vanguardia, entonces poco numerosa, del socialismo científico
-como lo demuestran las diversas traducciones mencionadas en el primer
prólogo-, no tardó en pasar a segundo plano, arrinconado por la reacción que se
inicia con la derrota de los obreros parisienses en junio de 1848 y
anatematizado, por último, con el anatema de la justicia al ser condenados los
comunistas por el tribunal de Colonia en noviembre de 1852. Al abandonar la
escena Pública, el movimiento obrero que la revolución de febrero había
iniciado, queda también envuelto en la penumbra el Manifiesto.
Cuando la clase obrera europea volvió a sentirse lo bastante fuerte para
lanzarse de nuevo al asalto contra las clases gobernantes, nació la Asociación
Obrera Internacional. El fin de esta organización era fundir todas las masas
obreras militantes de Europa y América en un gran cuerpo de ejército. Por eso,
este movimiento no podía arrancar de los principios sentados en el Manifiesto.
No había más remedio que darle un programa que no cerrase el paso a las
tradeuniones inglesas, a los proudhonianos franceses, belgas, italianos y
españoles ni a los partidarios de Lassalle en Alemania. Este programa con las
normas directivas para los estatutos de la Internacional, fue redactado por
Marx con una maestría que hasta el propio Bakunin y los anarquistas hubieron de
reconocer. En cuanto al triunfo final de las tesis del Manifiesto, Marx ponía
toda su confianza en el desarrollo intelectual de la clase obrera, fruto
obligado de la acción conjunta y de la discusión. Los sucesos y vicisitudes de
la lucha contra el capital, y más aún las derrotas que las victorias, no podían
menos de revelar al proletariado militante, en toda su desnudez, la
insuficiencia de los remedios milagreros que venían empleando e infundir a sus
cabezas una mayor claridad de visión para penetrar en las verdaderas
condiciones que habían de presidir la emancipación obrera. Marx no se
equivocaba. Cuando en 1874 se disolvió la Internacional, la clase obrera
difería radicalmente de aquella con que se encontrara al fundarse en 1864. En
los países latinos, el proudhonianismo agonizaba, como en Alemania lo que había
de específico en el partido de Lassalle, y hasta las mismas tradeuniones inglesas,
conservadoras hasta la médula, cambiaban de espíritu, permitiendo al presidente
de su congreso, celebrado en Swansea en 1887, decir en nombre suyo: “El
socialismo continental ya no nos asusta”. Y en 1887 el socialismo continental
se cifraba casi en los principios proclamados por el Manifiesto. La historia de
este documento refleja, pues, hasta cierto punto, la historia moderna del
movimiento obrero desde 1848. En la actualidad es indudablemente el documento
más extendido e internacional de toda la literatura socialista del mundo, el
programa que une a muchos millones de trabajadores de todos los países, desde
Siberia hasta California.
Y, sin embargo, cuando este Manifiesto vio la luz, no pudimos bautizarlo
de Manifiesto socialista. En 1847, el concepto de “socialista” abarcaba dos
categorías de personas. Unas eran las que abrazaban diversos sistemas utópicos,
y entre ellas se destacaban los owenistas en Inglaterra, y en Francia los
fourieristas, que poco a poco habían ido quedando reducidos a dos sectas
agonizantes. En la otra formaban los charlatanes sociales de toda laya, los que
aspiraban a remediar las injusticias de la sociedad con sus potingues mágicos y
con toda serie de remiendos, sin tocar en lo más mínimo, claro está, al capital
ni a la ganancia. Gentes unas y otras ajenas al movimiento obrero, que iban a
buscar apoyo para sus teorías a las clases “cultas”. El sector obrero que,
convencido de la insuficiencia y superficialidad de las meras conmociones
políticas, reclamaba una radical transformación de la sociedad, se apellidaba
comunista. Era un comunismo toscamente delineado, instintivo, vago, pero lo
bastante pujante para engendrar dos sistemas utópicos: el del “ícaro” Cabet en
Francia y el de Weitling en Alemania. En 1847, el “socialismo” designaba un movimiento
burgués, el “comunismo” un movimiento obrero. El socialismo era, a lo menos en
el continente, una doctrina presentable en los salones; el comunismo, todo lo
contrario. Y como en nosotros era ya entonces firme la convicción de que “la emancipación
de los trabajadores sólo podía ser obra de la propia clase obrera”, no podíamos
dudar en la elección de título. Más tarde no se nos pasó nunca por las mentes
tampoco modificarlo.
“¡Proletarios de todos los países, uníos!” Cuando hace cuarenta y dos
años lanzamos al mundo estas palabras, en vísperas de la primera revolución de
París, en que el proletariado levantó ya sus propias reivindicaciones, fueron
muy pocas las voces que contestaron. Pero el 28 de septiembre de 1864, los
representantes proletarios de la mayoría de los países del occidente de Europa
se reunían para formar la Asociación Obrera Internacional, de tan glorioso
recuerdo. Y aunque la Internacional sólo tuviese nueve años de vida, el lazo perenne
de unión entre los proletarios de todos los países sigue viviendo con más
fuerza que nunca; así lo atestigua, con testimonio irrefutable, el día de hoy.
Hoy, primero de Mayo, el proletariado europeo y americano pasa revista por vez
primera a sus contingentes puestos en pie de guerra como un ejército único,
unido bajo una sola bandera y concentrado en un objetivo: la jornada normal de
ocho horas, que ya proclamara la Internacional en el congreso de Ginebra en
1889, y que es menester elevar a ley. El espectáculo del día de hoy abrirá los
ojos a los capitalistas y a los grandes terratenientes de todos los países y
les hará ver que la unión de los proletarios del mundo es ya un hecho.
¡Ya Marx no vive, para verlo, a mi lado!
Londres, 1 de mayo de 1890.
F. ENGELS.
4
PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN POLACA
DE 1892
La necesidad de reeditar la versión polaca del Manifiesto Comunista,
requiere un comentario.
Ante todo, el Manifiesto ha resultado ser, como se proponía, un medio
para poner de relieve el desarrollo de la gran industria en Europa. Cuando en un
país, cualquiera que él sea, se desarrolla la gran industria brota al mismo
tiempo entre los obreros industriales el deseo de explicarse sus relaciones
como clase, como la clase de los que viven del trabajo, con la clase de los que
viven de la propiedad. En estas circunstancias, las ideas socialistas se
extienden entre los trabajadores y crece la demanda del Manifiesto Comunista.
En este sentido, el número de ejemplares del Manifiesto que circulan en un idioma
dado nos permite apreciar bastante aproximadamente no sólo las condiciones del
movimiento obrero de clase en ese país, sino también el grado de desarrollo
alcanzado en él por la gran industria.
La necesidad de hacer una nueva edición en lengua polaca acusa, por tanto,
el continuo proceso de expansión de la industria en Polonia. No puede caber
duda acerca de la importancia de este proceso en el transcurso de los diez años
que han mediado desde la aparición de la edición anterior. Polonia se ha convertido
en una región industrial en gran escala bajo la égida del Estado ruso.
Mientras que en la Rusia propiamente dicha la gran industria sólo se ha
ido manifestando esporádicamente (en las costas del golfo de Finlandia, en las
provincias centrales de Moscú y Vladimiro, a lo largo de las costas del mar
Negro y del mar de Azov), la industria polaca se ha concentrado dentro de los
confines de un área limitada, experimentando a la par las ventajas y los
inconvenientes de su situación. Estas ventajas no pasan inadvertidas para los
fabricantes rusos; por eso alzan el grito pidiendo aranceles protectores contra
las mercancías polacas, a despecho de su ardiente anhelo de rusificación de
Polonia. Los inconvenientes (que tocan por igual los industriales polacos y el
Gobierno ruso) consisten en la rápida difusión de las ideas socialistas entre
los obreros polacos y en una demanda sin precedente del Manifiesto Comunista.
El rápido desarrollo de la industria polaca (que deja atrás con mucho a
la de Rusia) es una clara prueba de las energías vitales inextinguibles del
pueblo polaco y una nueva garantía de su futuro renacimiento. La creación de
una Polonia fuerte e independiente no interesa sólo al pueblo polaco, sino a
todos y cada uno de nosotros. Sólo podrá establecerse una estrecha colaboración
entre los obreros todos de Europa si en cada país el pueblo es dueño dentro de
su propia casa. Las revoluciones de 1848 que, aunque reñidas bajo la bandera
del proletariado, solamente llevaron a los obreros a la lucha para sacar las
castañas del fuego a la burguesía, acabaron por imponer, tomando por
instrumento a Napoleón y a Bismarck (a los enemigos de la revolución), la
independencia de Italia, Alemania y Hungría. En cambio, a Polonia, que en 1791
hizo por la causa revolucionaria más que estos tres países juntos, se la dejó
sola cuando en 1863 tuvo que enfrentarse con el poder diez veces más fuerte de
Rusia.
La nobleza polaca ha sido incapaz para mantener, y lo será también para
restaurar, la independencia de Polonia. La burguesía va sintiéndose cada vez
menos interesada en este asunto. La independencia polaca sólo podrá ser
conquistada por el proletariado joven, en cuyas manos está la realización de
esa esperanza. He ahí por qué los obreros del occidente de Europa no están menos
interesados en la liberación de Polonia que los obreros polacos mismos.
Londres, 10 de febrero 1892.
F. ENGELS
5
PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN
ITALIANA DE 1893
La publicación del Manifiesto del Partido Comunista coincidió (si puedo
expresarme así), con el momento en que estallaban las revoluciones de Milán y
de Berlín, dos revoluciones que eran el alzamiento de dos pueblos: uno
enclavado en el corazón del continente europeo y el otro tendido en las costas
del mar Mediterráneo. Hasta ese momento, estos dos pueblos, desgarrados por
luchas intestinas y guerras civiles, habían sido presa fácil de opresores
extranjeros. Y del mismo modo que Italia estaba sujeta al dominio del emperador
de Austria, Alemania vivía, aunque esta sujeción fuese menos patente, bajo el
yugo del zar de todas las Rusias. La revolución del 18 de marzo emancipó a
Italia y Alemania al mismo tiempo de este vergonzoso estado de cosas. Si
después, durante el período que va de 1848 a 1871, estas dos grandes naciones
permitieron que la vieja situación fuese restaurada, haciendo hasta cierto
punto de “traidores de sí mismas”, se debió (como dijo Marx) a que los mismos
que habían inspirado la revolución de 1848 se convirtieron, a despecho suyo, en
sus verdugos.
La revolución fue en todas partes obra de las clases trabajadoras:
fueron los obreros quienes levantaron las barricadas y dieron sus vidas
luchando por la causa. Sin embargo, solamente los obreros de París, después de
derribar el Gobierno, tenían la firme y decidida intención de derribar con él a
todo el régimen burgués. Pero, aunque abrigaban una conciencia muy clara del
antagonismo irreductible que se alzaba entre su propia clase y la burguesía, el
desarrollo económico del país y el desarrollo intelectual de las masas obreras
francesas no habían alcanzado todavía el nivel necesario para que pudiese triunfar
una revolución socialista. Por eso, a la postre, los frutos de la revolución
cayeron en el regazo de la clase capitalista. En otros países, como en Italia,
Austria y Alemania, los obreros se limitaron desde el primer momento de la
revolución a ayudar a la burguesía a tomar el Poder. En cada uno de estos
países el gobierno de la burguesía sólo podía triunfar bajo la condición de la
independencia nacional. Así se explica que las revoluciones del año 1848 condujesen
inevitablemente a la unificación de los pueblos dentro de las fronteras
nacionales y a su emancipación del yugo extranjero, condiciones que, hasta
allí, no habían disfrutado. Estas condiciones son hoy realidad en Italia, en
Alemania y en Hungría. Y a estos países seguirá Polonia cuando la hora llegue.
Aunque las revoluciones de 1848 no tenían carácter socialista,
prepararon, sin embargo, el terreno para el advenimiento de la revolución del
socialismo. Gracias al poderoso impulso que estas revoluciones imprimieron a la
gran producción en todos los países, la sociedad burguesa ha ido creando
durante los últimos cuarenta y cinco años un vasto, unido y potente
proletariado, engendrando con él (como dice el Manifiesto Comunista) a sus
propios enterradores. La unificación internacional del proletariado no hubiera
sido posible, ni la colaboración sobria y deliberada de estos países en el
logro de fines generales, si antes no hubiesen conquistado la unidad y la
independencia nacionales, si hubiesen seguido manteniéndose dentro del
aislamiento.
Intentemos representarnos, si podemos, el papel que hubieran hecho los
obreros italianos, húngaros, alemanes, polacos y rusos luchando por su unión
internacional bajo las condiciones políticas que prevalecían hacia el año 1848.
Las batallas reñidas en el 48 no fueron, pues, reñidas en balde. Ni han
sido vividos tampoco en balde los cuarenta y cinco años que nos separan de la
época revolucionaria. Los frutos de aquellos días empiezan a madurar, y hago
votos porque la publicación de esta traducción italiana del Manifiesto sea
heraldo del triunfo del proletariado italiano, como la publicación del texto
primitivo lo fue de la revolución internacional.
El Manifiesto rinde el debido homenaje a los servicios revolucionarios
prestados en otro tiempo por el capitalismo. Italia fue la primera nación que
se convirtió en país capitalista. El ocaso de la Edad Media feudal y la aurora
de la época capitalista contemporánea vieron aparecer en escena una figura
gigantesca. Dante fue al mismo tiempo el último poeta de la Edad Media y el
primer poeta de la nueva era. Hoy, como en 1300, se alza en el horizonte una
nueva época. ¿Dará Italia al mundo otro Dante, capaz de cantar el nacimiento de
la nueva era, de la era proletaria?
Londres, 1 de febrero de 1893.
F. ENGELS
********************************************************************
Manifiesto del Partido Comunista.
Por
K. Marx & F. Engels
Un espectro se cierne sobre Europa:
el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa
jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y
Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.
No hay un solo partido de oposición
a quien los adversarios gobernantes no motejen de comunista, ni un solo partido
de oposición que no lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, lo mismo
que a los enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunismo.
De este hecho se desprenden dos consecuencias:
La primera es que el comunismo se
halla ya reconocido como una potencia por todas las potencias europeas.
La segunda, que es ya hora de que
los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus
tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del espectro
comunista con un manifiesto de su partido.
Con este fin se han congregado en
Londres los representantes comunistas de diferentes países y redactado el
siguiente Manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa, alemana,
italiana, flamenca y danesa.
I
BURGUESES
Y PROLETARIOS
Toda la historia de la sociedad
humana, hasta la actualidad , es una historia de luchas de clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos,
barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores
y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida,
velada unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que conduce en cada
etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al
exterminio de ambas clases beligerantes.
En los tiempos históricos nos
encontramos a la sociedad dividida casi por doquier en una serie de estamentos,
dentro de cada uno de los cuales reina, a su vez, una nueva jerarquía social de
grados y posiciones. En la Roma antigua son los patricios, los équites, los
plebeyos, los esclavos; en la Edad Media, los señores feudales, los vasallos,
los maestros y los oficiales de los gremios, los siervos de la gleba, y dentro
de cada una de esas clases todavía nos encontramos con nuevos matices y
gradaciones.
La moderna sociedad burguesa que se
alza sobre las ruinas de la sociedad feudal no ha abolido los antagonismos de
clase. Lo que ha hecho ha sido crear nuevas clases, nuevas condiciones de
opresión, nuevas modalidades de lucha, que han venido a sustituir a las
antiguas.
Sin embargo, nuestra época, la época
de la burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos antagonismos de
clase. Hoy, toda la sociedad tiende a separarse, cada vez más abiertamente, en
dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y
el proletariado.
De los siervos de la gleba de la
Edad Media surgieron los “villanos” de las primeras ciudades; y estos villanos
fueron el germen de donde brotaron los primeros elementos de la burguesía.
El descubrimiento de América, la circunnavegación
de África abrieron nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la
burguesía. El mercado de China y de las Indias orientales, la colonización de
América, el intercambio con las colonias, el incremento de los medios de cambio
y de las mercaderías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la
industria, un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario
que se escondía en el seno de la sociedad feudal en descomposición.
El régimen feudal o gremial de
producción que seguía imperando no bastaba ya para cubrir las necesidades que
abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los maestros
de los gremios se vieron desplazados por la clase media industrial, y la
división del trabajo entre las diversas corporaciones fue suplantada por la
división del trabajo dentro de cada taller.
Pero los mercados seguían
dilatándose, las necesidades seguían creciendo. Ya no bastaba tampoco la manufactura.
El invento del vapor y la maquinaria vinieron a revolucionar el régimen
industrial de producción. La manufactura cedió el puesto a la gran industria
moderna, y la clase media industrial hubo de dejar paso a los magnates de la
industria, jefes de grandes ejércitos industriales, a los burgueses modernos.
La gran industria creó el mercado
mundial, ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado mundial
imprimió un gigantesco impulso al comercio, a la navegación, a las
comunicaciones por tierra. A su vez, estos, progresos redundaron
considerablemente en provecho de la industria, y en la misma proporción en que
se dilataban la industria, el comercio, la navegación, los ferrocarriles, se
desarrollaba la burguesía, crecían sus capitales, iba desplazando y esfumando a
todas las clases heredadas de la Edad Media.
Vemos, pues, que la moderna
burguesía es, como lo fueron en su tiempo las otras clases, producto de un
largo proceso histórico, fruto de una serie de transformaciones radicales
operadas en el régimen de cambio y de producción.
A cada etapa de avance recorrida
por la burguesía corresponde una nueva etapa de progreso político. Clase
oprimida bajo el mando de los señores feudales, la burguesía forma en la
“comuna” una asociación autónoma y armada para la defensa de sus intereses; en
unos sitios se organiza en repúblicas municipales independientes; en otros
forma el tercer estado tributario de las monarquías; en la época de la
manufactura es el contrapeso de la nobleza dentro de la monarquía feudal o
absoluta y el fundamento de las grandes monarquías en general, hasta que, por
último, implantada la gran industria y abiertos los cauces del mercado mundial,
se conquista la hegemonía política y crea el moderno Estado representativo.
Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de
administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa.
La burguesía ha desempeñado, en el
transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario.
Dondequiera que se instauró, echó por
tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró
implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus
superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto,
el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del
santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y
la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos
egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas
innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la
libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo de una vez, un régimen
de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y
religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.
La burguesía despojó de su halo de
santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento.
Convirtió en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al
sacerdote, al hombre de ciencia.
La burguesía desgarró los velos
emotivos y sentimentales que envolvían la familia y puso al desnudo la realidad
económica de las relaciones familiares.
La burguesía vino a demostrar que
aquellos alardes de fuerza bruta que la reacción tanto admira en la Edad Media
tenían su complemento cumplido en la haraganería más indolente. Hasta que ella
no lo reveló no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La
burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto,
los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a
empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las
cruzadas.
La burguesía no puede existir si no
es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto
vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social.
Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por
condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente.
La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el
constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción
ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una
dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con
todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las
nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y
perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido,
por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus
relaciones con los demás.
La necesidad de encontrar mercados
espolea a la burguesía de una punta u otra del planeta. Por todas partes anida,
en todas partes construye, por doquier establece relaciones.
La burguesía, al explotar el
mercado mundial, da a la producción y al consumo de todos los países un sello
cosmopolita. Entre los lamentos de los reaccionarios destruye los cimientos
nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a
tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para
todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes
las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos
productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las
partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como
en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los
productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se
bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio
es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas
las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también
con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones
vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del carácter
nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales
confluyen todas en una literatura universal.
La burguesía, con el rápido
perfeccionamiento de todos los medios de producción, con las facilidades
increíbles de su red de comunicaciones, lleva la civilización hasta a las
naciones más salvajes. El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada
con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a
capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su odio contra el extranjero.
Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía
o perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es
decir, a hacerse burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.
La burguesía somete el campo al
imperio de la ciudad. Crea ciudades enormes, intensifica la población urbana en
una fuerte proporción respecto a la campesina y arranca a una parte
considerable de la gente del campo al cretinismo de la vida rural. Y del mismo
modo que somete el campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y semibárbaros
a las naciones civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el
Oriente al Occidente.
La burguesía va aglutinando cada
vez más los medios de producción, la propiedad y los habitantes del país.
Aglomera la población, centraliza los medios de producción y concentra en manos
de unos cuantos la propiedad. Este proceso tenía que conducir, por fuerza
lógica, a un régimen de centralización política. Territorios antes independientes,
apenas aliados, con intereses distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y
líneas aduaneras propias, se asocian y refunden en una nación única, bajo un
Gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una sola línea aduanera.
En el siglo corto que lleva de
existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas
mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas.
Basta pensar en el sometimiento de las fuerzas naturales por la mano del
hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y la
agricultura, en la navegación de vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo
eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a la
navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo...
¿Quién, en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la
sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales
energías y elementos de producción?
Hemos visto que los medios de
producción y de transporte sobre los cuales se desarrolló la burguesía brotaron
en el seno de la sociedad feudal. Cuando estos medios de transporte y de
producción alcanzaron una determinada fase en su desarrollo, resultó que las
condiciones en que la sociedad feudal producía y comerciaba, la organización
feudal de la agricultura y la manufactura, en una palabra, el régimen feudal de
la propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las fuerzas
productivas. Obstruían la producción en vez de fomentarla. Se habían convertido
en otras tantas trabas para su desenvolvimiento. Era menester hacerlas saltar,
y saltaron.
Vino a ocupar su puesto la libre
concurrencia, con la constitución política y social a ella adecuada, en la que
se revelaba ya la hegemonía económica y política de la clase burguesa.
Pues bien: ante nuestros ojos se
desarrolla hoy un espectáculo semejante. Las condiciones de producción y de
cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la moderna sociedad
burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de
producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los
espíritus subterráneos que conjuró. Desde hace varias décadas, la historia de
la industria y del comercio no es más que la historia de las modernas fuerzas
productivas que se rebelan contra el régimen vigente de producción, contra el
régimen de la propiedad, donde residen las condiciones de vida y de predominio
político de la burguesía. Basta mencionar las crisis comerciales, cuya
periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para la existencia de la
sociedad burguesa toda. Las crisis comerciales, además de destruir una gran
parte de los productos elaborados, aniquilan una parte considerable de las
fuerzas productivas existentes. En esas crisis se desata una epidemia social
que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera parecido absurda e
inconcebible: la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve retrotraída repentinamente
a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran
guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la
industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué? Porque la
sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada
industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no sirven
ya para fomentar el régimen burgués de la propiedad; son ya demasiado poderosas
para servir a este régimen, que embaraza su desarrollo. Y tan pronto como
logran vencer este obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazan
dar al traste con el régimen burgués de la propiedad. Las condiciones sociales
burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas
engendrada. ¿Cómo se sobrepone a las crisis la burguesía? De dos maneras:
destruyendo violentamente una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose
nuevos mercados, a la par que procurando explotar más concienzudamente los mercados
antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando otras más extensas e
imponentes y mutilando los medios de que dispone para precaverlas.
Las armas con que la burguesía
derribó al feudalismo se vuelven ahora contra ella.
Y la burguesía no sólo forja las
armas que han de darle la muerte, sino que, además, pone en pie a los hombres
llamados a manejarlas: estos hombres son los obreros, los proletarios.
En la misma proporción en que se
desarrolla la burguesía, es decir, el capital, desarrollase también el proletariado,
esa clase obrera moderna que sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo
encuentra trabajo en la medida en que éste alimenta a incremento el capital. El
obrero, obligado a venderse a trozos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta,
por tanto, a todos los cambios y modalidades de la concurrencia, a todas las fluctuaciones
del mercado.
La extensión de la maquinaria y la
división del trabajo quitan a éste, en el régimen proletario actual, todo
carácter autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero. El
trabajador se convierte en un simple resorte de la máquina, del que sólo se
exige una operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, los
gastos que supone un obrero se reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo
que necesita para vivir y para perpetuar su raza. Y ya se sabe que el precio de
una mercancía, y como una de tantas el trabajo , equivale a su coste de
producción. Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario
pagado al obrero. Más aún: cuanto más aumentan la maquinaria y la división del
trabajo, tanto más aumenta también éste, bien porque se alargue la jornada,
bien porque se intensifique el rendimiento exigido, se acelere la marcha de las
máquinas, etc.
La industria moderna ha convertido
el pequeño taller del maestro patriarcal en la gran fábrica del magnate
capitalista. Las masas obreras concentradas en la fábrica son sometidas a una
organización y disciplina militares. Los obreros, soldados rasos de la
industria, trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales
y jefes. No son sólo siervos de la burguesía y del Estado burgués, sino que
están todos los días y a todas horas bajo el yugo esclavizador de la máquina,
del contramaestre, y sobre todo, del industrial burgués dueño de la fábrica. Y
este despotismo es tanto más mezquino, más execrable, más indignante, cuanta mayor
es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro.
Cuanto menores son la habilidad y
la fuerza que reclama el trabajo manual, es decir, cuanto mayor es el
desarrollo adquirido por la moderna industria, también es mayor la proporción en
que el trabajo de la mujer y el niño desplaza al del hombre. Socialmente, ya no
rigen para la clase obrera esas diferencias de edad y de sexo. Son todos,
hombres, mujeres y niños, meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no
hay más diferencia que la del coste.
Y cuando ya la explotación del
obrero por el fabricante ha dado su fruto y aquél recibe el salario, caen sobre
él los otros representantes de la burguesía: el casero, el tendero, el
prestamista, etc.
Toda una serie de elementos
modestos que venían perteneciendo a la clase media, pequeños industriales,
comerciantes y rentistas, artesanos y labriegos, son absorbidos por el proletariado;
unos, porque su pequeño caudal no basta para alimentar las exigencias de la
gran industria y sucumben arrollados por la competencia de los capitales más
fuertes, y otros porque sus aptitudes quedan sepultadas bajo los nuevos
progresos de la producción. Todas las clases sociales contribuyen, pues, a nutrir
las filas del proletariado.
El proletariado recorre diversas
etapas antes de fortificarse y consolidarse. Pero su lucha contra la burguesía
data del instante mismo de su existencia.
Al principio son obreros aislados;
luego, los de una fábrica; luego, los de todas una rama de trabajo, los que se
enfrentan, en una localidad, con el burgués que personalmente los explota. Sus
ataques no van sólo contra el régimen burgués de producción, van también contra
los propios instrumentos de la producción; los obreros, sublevados, destruyen
las mercancías ajenas que les hacen la competencia, destrozan las máquinas,
pegan fuego a las fábricas, pugnan por volver a la situación, ya enterrada, del
obrero medieval.
En esta primera etapa, los obreros
forman una masa diseminada por todo el país y desunida por la concurrencia. Las
concentraciones de masas de obreros no son todavía fruto de su propia unión,
sino fruto de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus fines políticos
propios tiene que poner en movimiento -cosa que todavía logra- a todo el
proletariado. En esta etapa, los proletarios no combaten contra sus enemigos,
sino contra los enemigos de sus enemigos, contra los vestigios de la monarquía
absoluta, los grandes señores de la tierra, los burgueses no industriales, los
pequeños burgueses. La marcha de la historia está toda concentrada en manos de
la burguesía, y cada triunfo así alcanzado es un triunfo de la clase burguesa.
Sin embargo, el desarrollo de la industria
no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las aprieta y concentra; sus
fuerzas crecen, y crece también la conciencia de ellas. Y al paso que la
maquinaria va borrando las diferencias y categorías en el trabajo y reduciendo
los salarios casi en todas partes a un nivel bajísimo y uniforme, van
nivelándose también los intereses y las condiciones de vida dentro del
proletariado. La competencia, cada vez más aguda, desatada entre la burguesía,
y las crisis comerciales que desencadena, hacen cada vez más inseguro el
salario del obrero; los progresos incesantes y cada día más veloces del
maquinismo aumentan gradualmente la inseguridad de su existencia; las
colisiones entre obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez
más señalado, de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse
contra los burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus salarios. Crean
organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión de posibles batallas.
De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones.
Los obreros arrancan algún triunfo
que otro, pero transitorio siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es
conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión
obrera. Coadyuvan a ello los medios cada vez más fáciles de comunicación,
creados por la gran industria y que sirven para poner en contacto a los obreros
de las diversas regiones y localidades. Gracias a este contacto, las múltiples
acciones locales, que en todas partes presentan idéntico carácter, se
convierten en un movimiento nacional, en una lucha de clases. Y toda
lucha de clases es una acción política. Las ciudades de la Edad Media, con sus
caminos vecinales, necesitaron siglos enteros para unirse con las demás; el
proletariado moderno, gracias a los ferrocarriles, ha creado su unión en unos
cuantos años.
Esta organización de los
proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político, se ve
minada a cada momento por la concurrencia desatada entre los propios obreros.
Pero avanza y triunfa siempre, a pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme,
más pujante. Y aprovechándose de las discordias que surgen en el seno de la
burguesía, impone la sanción legal de sus intereses propios. Así nace en
Inglaterra la ley de la jornada de diez horas.
Las colisiones producidas entre las
fuerzas de la antigua sociedad imprimen nuevos impulsos al proletariado. La
burguesía lucha incesantemente: primero, contra la aristocracia; luego, contra
aquellos sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los
progresos de la industria, y siempre contra la burguesía de los demás países.
Para librar estos combates no tiene más remedio que apelar al proletariado,
reclamar su auxilio, arrastrándolo así a la palestra política. Y de este modo, le
suministra elementos de fuerza, es decir, armas contra sí misma.
Además, como hemos visto, los
progresos de la industria traen a las filas proletarias a toda una serie de
elementos de la clase gobernante, o a lo menos los colocan en las mismas
condiciones de vida. Y estos elementos suministran al proletariado nuevas fuerzas.
Finalmente, en aquellos períodos en
que la lucha de clases está a punto de decidirse, es tan violento y tan claro
el proceso de desintegración de la clase gobernante latente en el seno de la
sociedad antigua, que una pequeña parte de esa clase se desprende de ella y
abraza la causa revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus manos el
porvenir. Y así como antes una parte de la nobleza se pasaba a la burguesía,
ahora una parte de la burguesía se pasa al campo del proletariado; en este
tránsito rompen la marcha los intelectuales burgueses, que, analizando
teóricamente el curso de la historia, han logrado ver claro en sus derroteros.
De todas las clases que hoy se
enfrentan con la burguesía no hay más que una verdaderamente revolucionaria: el
proletariado. Las demás perecen y desaparecen con la gran industria; el
proletariado, en cambio, es su producto genuino y peculiar.
Los elementos de las clases medias,
el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el labriego, todos
luchan contra la burguesía para salvar de la ruina su existencia como tales
clases. No son, pues, revolucionarios, sino conservadores. Más todavía,
reaccionarios, pues pretenden volver atrás la rueda de la historia. Todo lo que
tienen de revolucionario es lo que mira a su tránsito inminente al
proletariado; con esa actitud no defienden sus intereses actuales, sino los
futuros; se despojan de su posición propia para abrazar la del proletariado.
El proletariado andrajoso , esa
putrefacción pasiva de las capas más bajas de la vieja sociedad, se verá
arrastrado en parte al movimiento por una revolución proletaria, si bien las
condiciones todas de su vida lo hacen más propicio a dejarse comprar como instrumento
de manejos reaccionarios.
Las condiciones de vida de la vieja
sociedad aparecen ya destruidas en las condiciones de vida del proletariado. El
proletario carece de bienes. Sus relaciones con la mujer y con los hijos no
tienen ya nada de común con las relaciones familiares burguesas; la producción
industrial moderna, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que
en Francia, en Alemania que en Norteamérica, borra en él todo carácter
nacional. Las leyes, la moral, la religión, son para él otros tantos prejuicios
burgueses tras los que anidan otros tantos intereses de la burguesía. Todas las
clases que le precedieron y conquistaron el Poder procuraron consolidar las
posiciones adquiridas sometiendo a la sociedad entera a su régimen de
adquisición. Los proletarios sólo pueden conquistar para sí las fuerzas
sociales de la producción aboliendo el régimen adquisitivo a que se hallan
sujetos, y con él todo el régimen de apropiación de la sociedad. Los
proletarios no tienen nada propio que asegurar, sino destruir todos los
aseguramientos y seguridades privadas de los demás.
Hasta ahora, todos los movimientos
sociales habían sido movimientos desatados por una minoría o en interés de una
minoría. El movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa
mayoría en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y
oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer
saltar, hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que
forma la sociedad oficial.
Por su forma, aunque no por su
contenido, la campaña del proletariado contra la burguesía empieza siendo nacional.
Es lógico que el proletariado de cada país ajuste ante todo las cuentas con su
propia burguesía.
Al esbozar, en líneas muy generales,
las diferentes fases de desarrollo del proletariado, hemos seguido las
incidencias de la guerra civil más o menos embozada que se plantea en el seno de
la sociedad vigente hasta el momento en que esta guerra civil desencadena una
revolución abierta y franca, y el proletariado, derrocando por la violencia a
la burguesía, echa las bases de su poder.
Hasta hoy, toda sociedad descansó,
como hemos visto, en el antagonismo entre las clases oprimidas y las opresoras.
Mas para poder oprimir a una clase es menester asegurarle, por lo menos, las
condiciones indispensables de vida, pues de otro modo se extinguiría, y con
ella su esclavizamiento. El siervo de la gleba se vio exaltado a miembro del
municipio sin salir de la servidumbre, como el villano convertido en burgués
bajo el yugo del absolutismo feudal. La situación del obrero moderno es muy
distinta, pues lejos de mejorar conforme progresa la industria, decae y empeora
por debajo del nivel de su propia clase. El obrero se depaupera, y el pauperismo
se desarrolla en proporciones mucho mayores que la población y la riqueza. He
ahí una prueba palmaria de la incapacidad de la burguesía para seguir
gobernando la sociedad e imponiendo a ésta por norma las condiciones de su vida
como clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus
esclavos la existencia ni aun dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a
dejarlos llegar hasta una situación de desamparo en que no tiene más remedio
que mantenerles, cuando son ellos quienes debieran mantenerla a ella. La
sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de esa clase; la vida de la
burguesía se ha hecho incompatible con la sociedad.
La existencia y el predominio de la
clase burguesa tienen por condición esencial la concentración de la riqueza en
manos de unos cuantos individuos, la formación e incremento constante del
capital; y éste, a su vez, no puede existir sin el trabajo asalariado. El
trabajo asalariado Presupone, inevitablemente, la concurrencia de los obreros
entre sí. Los progresos de la industria, que tienen por cauce automático y espontáneo
a la burguesía, imponen, en vez del aislamiento de los obreros por la
concurrencia, su unión revolucionaria por la organización. Y así, al
desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las
bases sobre que produce y se apropia lo producido. Y a la par que avanza, se
cava su fosa y cría a sus propios enterradores. Su muerte y el triunfo del
proletariado sin igualmente inevitables.
II
PROLETARIOS
Y COMUNISTAS
¿Qué relación guardan los
comunistas con los proletarios en general?
Los comunistas no forman un partido
aparte de los demás partidos obreros.
No tienen intereses propios que se
distingan de los intereses generales del proletariado. No profesan principios
especiales con los que aspiren a modelar el movimiento proletario.
Los comunistas no se distinguen de
los demás partidos proletarios más que en esto: en que destacan y reivindican
siempre, en todas y cada una de las acciones nacionales proletarias, los
intereses comunes y peculiares de todo el proletariado, independientes de su
nacionalidad, y en que, cualquiera que sea la etapa histórica en que se mueva
la lucha entre el proletariado y la burguesía, mantienen siempre el interés del
movimiento enfocado en su conjunto.
Los comunistas son, pues,
prácticamente, la parte más decidida, el acicate siempre en tensión de todos
los partidos obreros del mundo; teóricamente, llevan de ventaja a las grandes
masas del proletariado su clara visión de las condiciones, los derroteros y los
resultados generales a que ha de abocar el movimiento proletario.
El objetivo inmediato de los
comunistas es idéntico al que persiguen los demás partidos proletarios en
general: formar la conciencia de clase del proletariado, derrocar el régimen de
la burguesía, llevar al proletariado a la conquista del Poder.
Las proposiciones teóricas de los
comunistas no descansan ni mucho menos en las ideas, en los principios forjados
o descubiertos por ningún redentor de la humanidad. Son todas expresión
generalizada de las condiciones materiales de una lucha de clases real y
vívida, de un movimiento histórico que se está desarrollando a la vista de
todos. La abolición del régimen vigente de la propiedad no es tampoco ninguna
característica peculiar del comunismo.
Las condiciones que forman el
régimen de la propiedad han estado sujetas siempre a cambios históricos, a
alteraciones históricas constantes.
Así, por ejemplo, la Revolución
francesa abolió la propiedad feudal para instaurar sobre sus ruinas la
propiedad burguesa.
Lo que caracteriza al comunismo no
es la abolición de la propiedad en general, sino la abolición del régimen de
propiedad de la burguesía, de esta moderna institución de la propiedad privada
burguesa, expresión última y la más acabada de ese régimen de producción y
apropiación de lo producido que reposa sobre el antagonismo de dos clases,
sobre la explotación de unos hombres por otros.
Así entendida, sí pueden los
comunistas resumir su teoría en esa fórmula: abolición de la propiedad privada.
Se nos reprocha que queremos
destruir la propiedad personal bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo
humano, esa propiedad que es para el hombre la base de toda libertad, el
acicate de todas las actividades y la garantía de toda independencia.
¡La propiedad bien adquirida, fruto
del trabajo y del esfuerzo humano! ¿Os referís acaso a la propiedad del humilde
artesano, del pequeño labriego, precedente histórico de la propiedad burguesa?
No, ésa no necesitamos destruirla; el desarrollo de la industria lo ha hecho ya
y lo está haciendo a todas horas.
¿O queréis referimos a la moderna
propiedad privada de la burguesía?
Decidnos: ¿es que el trabajo
asalariado, el trabajo de proletario, le rinde propiedad? No, ni mucho menos.
Lo que rinde es capital, esa forma de propiedad que se nutre de la explotación
del trabajo asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a condición de
engendrar nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto de su
explotación. La propiedad, en la forma que hoy presenta, no admite salida a este
antagonismo del capital y el trabajo asalariado. Detengámonos un momento a
contemplar los dos términos de la antítesis.
Ser capitalista es ocupar un
puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la producción.
El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la
cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que, en rigor, esta
cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la sociedad.
El capital no es, pues, un patrimonio personal, sino una potencia social.
Los que, por tanto, aspiramos a
convertir el capital en propiedad colectiva, común a todos los miembros de la
sociedad, no aspiramos a convertir en colectiva una riqueza personal. A lo
único que aspiramos es a transformar el carácter colectivo de la propiedad, a
despojarla de su carácter de clase.
Hablemos ahora del trabajo
asalariado.
El precio medio del trabajo
asalariado es el mínimo del salario, es decir, la suma de víveres necesaria
para sostener al obrero como tal obrero. Todo lo que el obrero asalariado
adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente necesita para seguir
viviendo y trabajando. Nosotros no aspiramos en modo alguno a destruir este
régimen de apropiación personal de los productos de un trabajo encaminado a
crear medios de vida: régimen de apropiación que no deja, como vemos, el menor
margen de rendimiento líquido y, con él, la posibilidad de ejercer influencia
sobre los demás hombres. A lo que aspiramos es a destruir el carácter oprobioso
de este régimen de apropiación en que el obrero sólo vive para multiplicar el
capital, en que vive tan sólo en la medida en que el interés de la clase
dominante aconseja que viva.
En la sociedad burguesa, el trabajo
vivo del hombre no es más que un medio de incrementar el trabajo acumulado. En
la sociedad comunista, el trabajo acumulado será, por el contrario, un simple
medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero.
En la sociedad burguesa es, pues,
el pasado el que impera sobre el presente; en la comunista, imperará el
presente sobre el pasado. En la sociedad burguesa se reserva al capital toda
personalidad e iniciativa; el individuo trabajador carece de iniciativa y
personalidad.
¡Y a la abolición de estas
condiciones, llama la burguesía abolición de la personalidad y la libertad! Y,
sin embargo, tiene razón. Aspiramos, en efecto, a ver abolidas la personalidad,
la independencia y la libertad burguesa.
Por libertad se entiende, dentro
del régimen burgués de la producción, el librecambio, la libertad de comprar y
vender.
Desaparecido el tráfico,
desaparecerá también, forzosamente el libre tráfico. La apología del libre
tráfico, como en general todos los ditirambos a la libertad que entona nuestra
burguesía, sólo tienen sentido y razón de ser en cuanto significan la
emancipación de las trabas y la servidumbre de la Edad Media, pero palidecen
ante la abolición comunista del tráfico, de las condiciones burguesas de
producción y de la propia burguesía.
Os aterráis de que queramos abolir
la propiedad privada, ¡cómo si ya en el seno de vuestra sociedad actual, la
propiedad privada no estuviese abolida para nueve décimas partes de la población,
como si no existiese precisamente a costa de no existir para esas nueve décimas
partes! ¿Qué es, pues, lo que en rigor nos reprocháis? Querer destruir un
régimen de propiedad que tiene por necesaria condición el despojo de la inmensa
mayoría de la sociedad.
Nos reprocháis, para decirlo de una
vez, querer abolir vuestra propiedad. Pues sí, a eso es a lo que aspiramos.
Para vosotros, desde el momento en
que el trabajo no pueda convertirse ya en capital, en dinero, en renta, en un
poder social monopolizable; desde el momento en que la propiedad personal no
pueda ya trocarse en propiedad burguesa, la persona no existe.
Con eso confesáis que para vosotros
no hay más persona que el burgués, el capitalista. Pues bien, la personalidad
así concebida es la que nosotros aspiramos a destruir.
El comunismo no priva a nadie del
poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder de
usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno.
Se arguye que, abolida la propiedad
privada, cesará toda actividad y reinará la indolencia universal.
Si esto fuese verdad, ya hace mucho
tiempo que se habría estrellado contra el escollo de la holganza una sociedad
como la burguesa, en que los que trabajan no adquieren y los que adquieren, no
trabajan. Vuestra objeción viene a reducirse, en fin de cuentas, a una
verdad que no necesita de demostración, y es que, al desaparecer el capital,
desaparecerá también el trabajo asalariado.
Las objeciones formuladas contra el
régimen comunista de apropiación y producción material, se hacen extensivas a
la producción y apropiación de los productos espirituales. Y así como el
destruir la propiedad de clases equivale, para el burgués, a destruir la
producción, el destruir la cultura de clase es para él sinónimo de destruir la
cultura en general.
Esa cultura cuya pérdida tanto
deplora, es la que convierte en una máquina a la inmensa mayoría de la
sociedad.
Al discutir con nosotros y criticar
la abolición de la propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de
libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta de que esas mismas ideas
son otros tantos productos del régimen burgués de propiedad y de producción,
del mismo modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de vuestra clase
elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido y encarnación en las
condiciones materiales de vida de vuestra clase.
Compartís con todas las clases
dominantes que han existido y perecieron la idea interesada de que vuestro
régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas que
desaparecen en el transcurso de la producción, descansa sobre leyes naturales
eternas y sobre los dictados de la razón. Os explicáis que haya perecido la
propiedad antigua, os explicáis que pereciera la propiedad feudal; lo que no os
podéis explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra propiedad.
¡Abolición de la familia! Al hablar
de estas intenciones satánicas de los comunistas, hasta los más radicales
gritan escándalo.
Pero veamos: ¿en qué se funda la
familia actual, la familia burguesa? En el capital, en el lucro privado. Sólo
la burguesía tiene una familia, en el pleno sentido de la palabra; y esta
familia encuentra su complemento en la carencia forzosa de relaciones
familiares de los proletarios y en la pública prostitución.
Es natural que ese tipo de familia
burguesa desaparezca al desaparecer su complemento, y que una y otra dejen de
existir al dejar de existir el capital, que le sirve de base.
¿Nos reprocháis acaso que aspiremos
a abolir la explotación de los hijos por sus padres? Sí, es cierto, a eso
aspiramos.
Pero es, decís, que pretendemos
destruir la intimidad de la familia, suplantando la educación doméstica por la
social.
¿Acaso vuestra propia educación no
está también influida por la sociedad, por las condiciones sociales en que se
desarrolla, por la intromisión más o menos directa en ella de la sociedad a
través de la escuela, etc.? No son precisamente los comunistas los que inventan
esa intromisión de la sociedad en la educación; lo que ellos hacen es modificar
el carácter que hoy tiene y sustraer la educación a la influencia de la clase
dominante.
Esos tópicos burgueses de la
familia y la educación, de la intimidad de las relaciones entre padres e hijos,
son tanto más grotescos y descarados cuanto más la gran industria va
desgarrando los lazos familiares de los proletarios y convirtiendo a los hijos
en simples mercancías y meros instrumentos de trabajo.
¡Pero es que vosotros, los comunistas,
nos grita a coro la burguesía entera, pretendéis colectivizar a las mujeres!
El burgués, que no ve en su mujer
más que un simple instrumento de producción, al oírnos proclamar la necesidad
de que los instrumentos de producción sean explotados colectivamente, no puede
por menos de pensar que el régimen colectivo se hará extensivo igualmente a la
mujer.
No advierte que de lo que se trata
es precisamente de acabar con la situación de la mujer como mero instrumento de
producción.
Nada más ridículo, por otra parte,
que esos alardes de indignación, henchida de alta moral de nuestros burgueses,
al hablar de la tan cacareada colectivización de las mujeres por el
comunismo. No; los comunistas no tienen que molestarse en implantar lo
que ha existido siempre o casi siempre en la sociedad.
Nuestros burgueses, no bastándoles,
por lo visto, con tener a su disposición a las mujeres y a los hijos de sus
proletarios -¡y no hablemos de la prostitución oficial!-, sienten una
grandísima fruición en seducirse unos a otros sus mujeres.
En realidad, el matrimonio burgués
es ya la comunidad de las esposas. A lo sumo, podría reprocharse a los comunistas
el pretender sustituir este hipócrita y recatado régimen colectivo de hoy por
una colectivización oficial, franca y abierta, de la mujer. Por lo demás, fácil
es comprender que, al abolirse el régimen actual de producción, desaparecerá
con él el sistema de comunidad de la mujer que engendra, y que se refugia en la
prostitución, en la oficial y en la encubierta.
A los comunistas se nos reprocha
también que queramos abolir la patria, la nacionalidad.
Los trabajadores no tienen patria.
Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata
del proletariado la conquista del Poder político, su exaltación a clase
nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido nacional,
aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía.
Ya el propio desarrollo de la
burguesía, el librecambio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la
producción industrial, con las condiciones de vida que engendra, se encargan de
borrar más y más las diferencias y antagonismos nacionales.
El triunfo del proletariado acabará
de hacerlos desaparecer. La acción conjunta de los proletarios, a lo menos en
las naciones civilizadas, es una de las condiciones primordiales de su
emancipación. En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de
unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación de unas naciones
por otras.
Con el antagonismo de las clases en
el seno de cada nación, se borrará la hostilidad de las naciones entre sí.
No queremos entrar a analizar las
acusaciones que se hacen contra el comunismo desde el punto de vista
religioso-filosófico e ideológico en general.
No hace falta ser un lince para ver
que, al cambiar las condiciones de vida, las relaciones sociales, la existencia
social del hombre, cambian también sus ideas, sus opiniones y sus conceptos, su
conciencia, en una palabra.
La historia de las ideas es una
prueba palmaria de cómo cambia y se transforma la producción espiritual con la
material. Las ideas imperantes en una época han sido siempre las ideas propias
de la clase imperante .
Se habla de ideas que revolucionan
a toda una sociedad; con ello, no se hace más que dar expresión a un hecho, y
es que en el seno de la sociedad antigua han germinado ya los elementos para la
nueva, y a la par que se esfuman o derrumban las antiguas condiciones de vida,
se derrumban y esfuman las ideas antiguas.
Cuando el mundo antiguo estaba a
punto de desaparecer, las religiones antiguas fueron vencidas y suplantadas por
el cristianismo. En el siglo XVIII, cuando las ideas cristianas sucumbían ante
el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba desesperadamente, haciendo un
último esfuerzo, con la burguesía, entonces revolucionaria. Las ideas de
libertad de conciencia y de libertad religiosa no hicieron más que proclamar el
triunfo de la libre concurrencia en el mundo ideológico.
Se nos dirá que las ideas religiosas,
morales, filosóficas, políticas, jurídicas, etc., aunque sufran alteraciones a
lo largo de la historia, llevan siempre un fondo de perennidad, y que por
debajo de esos cambios siempre ha habido una religión, una moral, una
filosofía, una política, un derecho.
Además, se seguirá arguyendo,
existen verdades eternas, como la libertad, la justicia, etc., comunes a todas
las sociedades y a todas las etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el
comunismo -continúa el argumento- viene a destruir estas verdades eternas, la
moral, la religión, y no a sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir
violentamente todo el desarrollo histórico anterior.
Veamos a qué queda reducida esta
acusación.
Hasta hoy, toda la historia de la
sociedad ha sido una constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten
diversas modalidades, según las épocas.
Mas, cualquiera que sea la forma
que en cada caso adopte, la explotación de una parte de la sociedad por la otra
es un hecho común a todas las épocas del pasado. Nada tiene, pues, de extraño
que la conciencia social de todas las épocas se atenga, a despecho de toda la
variedad y de todas las divergencias, a ciertas formas comunes, formas de
conciencia hasta que el antagonismo de clases que las informa no desaparezca
radicalmente.
La revolución comunista viene a romper
de la manera más radical con el régimen tradicional de la propiedad; nada
tiene, pues, de extraño que se vea obligada a romper, en su desarrollo, de la
manera también más radical, con las ideas tradicionales.
Pero no queremos detenernos por más
tiempo en los reproches de la burguesía contra el comunismo.
Ya dejamos dicho que el primer paso
de la revolución obrera será la exaltación del proletariado al Poder, la
conquista de la democracia .
El proletariado se valdrá del Poder
para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos
los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es
decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar
por todos los medios y con la mayor rapidez posible las energías productivas.
Claro está que, al principio, esto
sólo podrá llevarse a cabo mediante una acción despótica sobre la propiedad y el
régimen burgués de producción, por medio de medidas que, aunque de momento
parezcan económicamente insuficientes e insostenibles, en el transcurso del
movimiento serán un gran resorte propulsor y de las que no puede prescindiese
como medio para transformar todo el régimen de producción vigente.
Estas medidas no podrán ser las
mismas, naturalmente, en todos los países.
Para los más progresivos
mencionaremos unas cuantas, susceptibles, sin duda, de ser aplicadas con carácter
más o menos general, según los casos.
1.a Expropiación de la propiedad
inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos.
2.a Fuerte impuesto progresivo.
3.a Abolición del derecho de herencia.
4.a Confiscación de la fortuna de
los emigrados y rebeldes.
5.a Centralización del crédito en
el Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y régimen de
monopolio.
6.a Nacionalización de los
transportes.
7.a Multiplicación de las fábricas
nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora de terrenos con
arreglo a un plan colectivo.
8.a Proclamación del deber general
de trabajar; creación de ejércitos industriales, principalmente en el campo.
9.a Articulación de las explotaciones
agrícolas e industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias
entre el campo y la ciudad.
10.a Educación pública y gratuita
de todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su
forma actual. Régimen combinado de la educación con la producción material,
etc.
Tan pronto como, en el transcurso
del tiempo, hayan desaparecido las diferencias de clase y toda la producción
esté concentrada en manos de la sociedad, el Estado perderá todo carácter
político. El Poder político no es, en rigor, más que el poder organizado de una
clase para la opresión de la otra. El proletariado se ve forzado a organizarse
como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le lleva al Poder; más
tan pronto como desde él, como clase gobernante, derribe por la fuerza el
régimen vigente de producción, con éste hará desaparecer las condiciones que
determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto, su propia
soberanía como tal clase.
Y a la vieja sociedad burguesa, con
sus clases y sus antagonismos de clase, sustituirá una asociación en que el
libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos.
III
LITERATURA
SOCIALISTA Y COMUNISTA
1. El socialismo reaccionario
a) El socialismo feudal
La aristocracia francesa e inglesa,
que no se resignaba a abandonar su puesto histórico, se dedicó, cuando ya no
pudo hacer otra cosa, a escribir libelos contra la moderna sociedad burguesa.
En la revolución francesa de julio de 1830, en el movimiento reformista inglés,
volvió a sucumbir, arrollada por el odiado intruso. Y no pudiendo dar ya
ninguna batalla política seria, no le quedaba más arma que la pluma. Mas también
en la palestra literaria habían cambiado los tiempos; ya no era posible seguir
empleando el lenguaje de la época de la Restauración. Para ganarse simpatías,
la aristocracia hubo de olvidar aparentemente sus intereses y acusar a la
burguesía, sin tener presente más interés que el de la clase obrera explotada.
De este modo, se daba el gusto de provocar a su adversario y vencedor con
amenazas y de musitarle al oído profecías más o menos catastróficas.
Nació así, el socialismo feudal,
una mezcla de lamento, eco del pasado y rumor sordo del porvenir; un socialismo
que de vez en cuando asestaba a la burguesía un golpe en medio del corazón con
sus juicios sardónicos y acerados, pero que casi siempre movía a risa por su
total incapacidad para comprender la marcha de la historia moderna.
Con el fin de atraer hacia sí al
pueblo, tremolaba el saco del mendigo proletario por bandera. Pero cuantas
veces lo seguía, el pueblo veía brillar en las espaldas de los caudillos las
viejas armas feudales y se dispersaba con una risotada nada contenida y
bastante irrespetuosa.
Una parte de los legitimistas
franceses y la joven Inglaterra, fueron los más perfectos organizadores de este
espectáculo.
Esos señores feudales, que tanto
insisten en demostrar que sus modos de explotación no se parecían en nada a los
de la burguesía, se olvidan de una cosa, y es de que las circunstancias y
condiciones en que ellos llevaban a cabo su explotación han desaparecido. Y, al
enorgullecerse de que bajo su régimen no existía el moderno proletariado, no
advierten que esta burguesía moderna que tanto abominan, es un producto
históricamente necesario de su orden social.
Por lo demás, no se molestan gran
cosa en encubrir el sello reaccionario de sus doctrinas, y así se explica que
su más rabiosa acusación contra la burguesía sea precisamente el crear y
fomentar bajo su régimen una clase que está llamada a derruir todo el orden
social heredado.
Lo que más reprochan a la burguesía
no es el engendrar un proletariado, sino el engendrar un proletariado revolucionario.
Por eso, en la práctica están
siempre dispuestos a tomar parte en todas las violencias y represiones contra
la clase obrera, y en la prosaica realidad se resignan, pese a todas las
retóricas ampulosas, a recolectar también los huevos de oro y a trocar la
nobleza, el amor y el honor caballerescos por el vil tráfico en lana, remolacha
y aguardiente.
Como los curas van siempre del
brazo de los señores feudales, no es extraño que con este socialismo feudal
venga a confluir el socialismo clerical.
Nada más fácil que dar al ascetismo
cristiano un barniz socialista. ¿No combatió también el cristianismo contra la
propiedad privada, contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No predicó frente a
las instituciones la caridad y la limosna, el celibato y el castigo de la
carne, la vida monástica y la Iglesia? El socialismo cristiano es el hisopazo
con que el clérigo bendice el despecho del aristócrata.
b) El socialismo pequeñoburgués
La aristocracia feudal no es la
única clase derrocada por la burguesía, la única clase cuyas condiciones de
vida ha venido a oprimir y matar la sociedad burguesa moderna. Los villanos
medievales y los pequeños labriegos fueron los precursores de la moderna burguesía.
Y en los países en que la industria y el comercio no han alcanzado un nivel
suficiente de desarrollo, esta clase sigue vegetando al lado de la burguesía
ascensional.
En aquellos otros países en que la
civilización moderna alcanza un cierto grado de progreso, ha venido a formarse
una nueva clase pequeñoburguesa que flota entre la burguesía y el proletariado
y que, si bien gira constantemente en torno a la sociedad burguesa como
satélite suyo, no hace más que brindar nuevos elementos al proletariado,
precipitados a éste por la concurrencia; al desarrollarse la gran industria
llega un momento en que esta parte de la sociedad moderna pierde su
substantividad y se ve suplantada en el comercio, en la manufactura, en la
agricultura por los capataces y los domésticos.
En países como Francia, en que la
clase labradora representa mucho más de la mitad de la población, era natural que
ciertos escritores, al abrazar la causa del proletariado contra la burguesía,
tomasen por norma, para criticar el régimen burgués, los intereses de los
pequeños burgueses y los campesinos, simpatizando por la causa obrera con el
ideario de la pequeña burguesía. Así nació el socialismo pequeñoburgués. Su
representante más caracterizado, lo mismo en Francia que en Inglaterra, es Sismondi.
Este socialismo ha analizado con
una gran agudeza las contradicciones del moderno régimen de producción. Ha
desenmascarado las argucias hipócritas con que pretenden justificarlas los economistas.
Ha puesto de relieve de modo irrefutable, los efectos aniquiladores del
maquinismo y la división del trabajo, la concentración de los capitales y la
propiedad inmueble, la superproducción, las crisis, la inevitable desaparición
de los pequeños burgueses y labriegos, la miseria del proletariado, la anarquía
reinante en la producción, las desigualdades irritantes que claman en la distribución
de la riqueza, la aniquiladora guerra industrial de unas naciones contra otras,
la disolución de las costumbres antiguas, de la familia tradicional, de las
viejas nacionalidades.
Pero en lo que atañe ya a sus
fórmulas positivas, este socialismo no tiene más aspiración que restaurar los
antiguos medios de producción y de cambio, y con ellos el régimen tradicional
de propiedad y la sociedad tradicional, cuando no pretende volver a encajar por
la fuerza los modernos medios de producción y de cambio dentro del marco del
régimen de propiedad que hicieron y forzosamente tenían que hacer saltar. En
uno y otro caso peca, a la par, de reaccionario y de utópico.
En la manufactura, la restauración
de los viejos gremios, y en el campo, la implantación de un régimen patriarcal:
he ahí sus dos magnas aspiraciones.
Hoy, esta corriente socialista ha
venido a caer en una cobarde modorra.
c) El socialismo alemán o "verdadero"
socialismo
La literatura socialista y
comunista de Francia, nacida bajo la presión de una burguesía gobernante y
expresión literaria de la lucha librada contra su avasallamiento, fue importada
en Alemania en el mismo instante en que la burguesía empezaba a sacudir el yugo
del absolutismo feudal.
Los filósofos, pseudofilósofos y
grandes ingenios del país se asimilaron codiciosamente aquella literatura, pero
olvidando que con las doctrinas no habían pasado la frontera también las
condiciones sociales a que respondían. Al enfrentarse con la situación alemana,
la literatura socialista francesa perdió toda su importancia práctica directa,
para asumir una fisonomía puramente literaria y convertirse en una ociosa especulación
acerca del espíritu humano y de sus proyecciones sobre la realidad. Y así,
mientras que los postulados de la primera revolución francesa eran, para los
filósofos alemanes del siglo XVIII, los postulados de la “razón práctica” en
general, las aspiraciones de la burguesía francesa revolucionaria representaban
a sus ojos las leyes de la voluntad pura, de la voluntad ideal, de una voluntad
verdaderamente humana.
La única preocupación de los
literatos alemanes era armonizar las nuevas ideas francesas con su vieja
conciencia filosófica, o, por mejor decir, asimilarse desde su punto de vista
filosófico aquellas ideas.
Esta asimilación se llevó a cabo
por el mismo procedimiento con que se asimila uno una lengua extranjera:
traduciéndola.
Todo el mundo sabe que los monjes
medievales se dedicaban a recamar los manuscritos que atesoraban las obras
clásicas del paganismo con todo género de insubstanciales historias de santos
de la Iglesia católica. Los literatos alemanes procedieron con la literatura
francesa profana de un modo inverso. Lo que hicieron fue empalmar sus absurdos
filosóficos a los originales franceses. Y así, donde el original desarrollaba
la crítica del dinero, ellos pusieron: “expropiación del ser humano”; donde se
criticaba el Estado burgués: “abolición del imperio de lo general abstracto”, y
así por el estilo.
Esta interpelación de locuciones y
galimatías filosóficos en las doctrinas francesas, fue bautizada con los
nombres de “filosofía del hecho” , “verdadero socialismo”, “ciencia alemana del
socialismo”, “fundamentación filosófica del socialismo”, y otros semejantes.
De este modo, la literatura
socialista y comunista francesa perdía toda su virilidad. Y como, en manos de los
alemanes, no expresaba ya la lucha de una clase contra otra clase, el profesor
germano se hacía la ilusión de haber superado el “parcialismo francés”; a falta
de verdaderas necesidades pregonaba la de la verdad, y a falta de los intereses
del proletariado mantenía los intereses del ser humano, del hombre en general,
de ese hombre que no reconoce clases, que ha dejado de vivir en la realidad
para transportarse al cielo vaporoso de la fantasía filosófica.
Sin embargo, este socialismo
alemán, que tomaba tan en serio sus desmayados ejercicios escolares y que tanto
y tan solemnemente trompeteaba, fue perdiendo poco a poco su pedantesca inocencia.
En la lucha de la burguesía
alemana, y principalmente, de la prusiana, contra el régimen feudal y la
monarquía absoluta, el movimiento liberal fue tomando un cariz más serio.
Esto deparaba al “verdadero”
socialismo la ocasión apetecida para oponer al movimiento político las
reivindicaciones socialistas, para fulminar los consabidos anatemas contra el
liberalismo, contra el Estado representativo, contra la libre concurrencia
burguesa, contra la libertad de Prensa, la libertad, la igualdad y el derecho
burgueses, predicando ante la masa del pueblo que con este movimiento burgués
no saldría ganando nada y sí perdiendo mucho. El socialismo alemán se cuidaba
de olvidar oportunamente que la crítica francesa, de la que no era más que un
eco sin vida, presuponía la existencia de la sociedad burguesa moderna, con sus
peculiares condiciones materiales de vida y su organización política adecuada,
supuestos previos ambos en torno a los cuales giraba precisamente la lucha en
Alemania.
Este “verdadero” socialismo les
venía al dedillo a los gobiernos absolutos alemanes, con toda su cohorte de
clérigos, maestros de escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas, pues les servía
de espantapájaros contra la amenazadora burguesía. Era una especie de melifluo
complemento a los feroces latigazos y a las balas de fusil con que esos
gobiernos recibían los levantamientos obreros.
Pero el “verdadero” socialismo,
además de ser, como vemos, un arma en manos de los gobiernos contra la
burguesía alemana, encarnaba de una manera directa un interés reaccionario, el
interés de la baja burguesía del país. La pequeña burguesía, heredada del siglo
XVI y que desde entonces no había cesado de aflorar bajo diversas formas y
modalidades, constituye en Alemania la verdadera base social del orden vigente.
Conservar esta clase es conservar
el orden social imperante. Del predominio industrial y político de la burguesía
teme la ruina segura, tanto por la concentración de capitales que ello significa,
como porque entraña la formación de un proletariado revolucionario. El
“verdadero” socialismo venía a cortar de un tijeretazo -así se lo imaginaba
ella- las dos alas de este peligro. Por eso, se extendió por todo el país como
una verdadera epidemia.
El ropaje ampuloso en que los socialistas
alemanes envolvían el puñado de huesos de sus “verdades eternas”, un ropaje
tejido con hebras especulativas, bordado con las flores retóricas de su
ingenio, empapado de nieblas melancólicas y románticas, hacía todavía más
gustosa la mercancía para ese público.
Por su parte, el socialismo alemán
comprendía más claramente cada vez que su misión era la de ser el alto representante
y abanderado de esa baja burguesía.
Proclamó a la nación alemana como
nación modelo y al súbdito alemán como el tipo ejemplar de hombre. Dio a todos
sus servilismos y vilezas un hondo y oculto sentido socialista, tornándolos en
lo contrario de lo que en realidad eran. Y al alzarse curiosamente contra las
tendencias “bárbaras y destructivas” del comunismo, subrayando como contraste
la imparcialidad sublime de sus propias doctrinas, ajenas a toda lucha de
clases, no hacía más que sacar la última consecuencia lógica de su sistema.
Toda la pretendida literatura socialista y comunista que circula por Alemania,
con poquísimas excepciones, profesa estas doctrinas repugnantes y castradas.
2. El socialismo burgués o
conservador
Una parte de la burguesía desea
mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar la perduración
de la sociedad burguesa.
Se encuentran en este bando los
economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a mejorar la
situación de las clases obreras, los organizadores de actos de beneficencia,
las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el
alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales de toda laya.
Pero, además, de este socialismo
burgués han salido verdaderos sistemas doctrinales. Sirva de ejemplo la
Filosofía de la miseria de Proudhon.
Los burgueses socialistas considerarían
ideales las condiciones de vida de la sociedad moderna sin las luchas y los
peligros que encierran. Su ideal es la sociedad existente, depurada de los
elementos que la corroen y revolucionan: la burguesía sin el proletariado. Es
natural que la burguesía se represente el mundo en que gobierna como el mejor
de los mundos posibles. El socialismo burgués eleva esta idea consoladora a sistema
o semisistema. Y al invitar al proletariado a que lo realice, tomando posesión
de la nueva Jerusalén, lo que en realidad exige de él es que se avenga para
siempre al actual sistema de sociedad, pero desterrando la deplorable idea que
de él se forma.
Una segunda modalidad, aunque menos
sistemática bastante más práctica, de socialismo, pretende ahuyentar a la clase
obrera de todo movimiento revolucionario haciéndole ver que lo que a ella le
interesa no son tales o cuales cambios políticos, sino simplemente determinadas
mejoras en las condiciones materiales, económicas, de su vida. Claro está que
este socialismo se cuida de no incluir entre los cambios que afectan a las
“condiciones materiales de vida” la abolición del régimen burgués de
producción, que sólo puede alcanzarse por la vía revolucionaria; sus
aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas que son conciliables
con el actual régimen de producción y que, por tanto, no tocan para nada a las
relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo sólo -en el
mejor de los casos- para abaratar a la burguesía las costas de su reinado y
sanearle el presupuesto.
Este socialismo burgués a que nos
referimos, sólo encuentra expresión adecuada allí donde se convierte en mera
figura retórica.
¡Pedimos el librecambio en interés
de la clase obrera! ¡En interés de la clase obrera pedimos aranceles
protectores! ¡Pedimos prisiones celulares en interés de la clase trabajadora!
Hemos dado, por fin, con la suprema y única seria aspiración del socialismo
burgués.
Todo el socialismo de la burguesía
se reduce, en efecto, a una tesis y es que los burgueses lo son y deben seguir
siéndolo... en interés de la clase trabajadora.
3. El socialismo y el comunismo
crítico-utópico
No queremos referirnos aquí a las
doctrinas que en todas las grandes revoluciones modernas abrazan las
aspiraciones del proletariado (obras de Babeuf, etc.).
Las primeras tentativas del
proletariado para ahondar directamente en sus intereses de clase, en momentos
de conmoción general, en el período de derrumbamiento de la sociedad feudal,
tenían que tropezar necesariamente con la falta de desarrollo del propio
proletariado, de una parte, y de otra con la ausencia de las condiciones
materiales indispensables para su emancipación, que habían de ser el fruto de
la época burguesa. La literatura revolucionaria que guía estos primeros pasos
vacilantes del proletariado es, y necesariamente tenía que serlo, juzgada por
su contenido, reaccionaria. Estas doctrinas profesan un ascetismo universal y un
torpe y vago igualitarismo.
Los verdaderos sistemas socialistas
y comunistas, los sistemas de Saint-Simon, de Fourier, de Owen, etc., brotan en
la primera fase embrionaria de las luchas entre el proletariado y la burguesía,
tal como más arriba la dejamos esbozada. (V. el capítulo “Burgueses y
proletarios”).
Cierto es que los autores de estos
sistemas penetran ya en el antagonismo de las clases y en la acción de los
elementos disolventes que germinan en el seno de la propia sociedad gobernante.
Pero no aciertan todavía a ver en el proletariado una acción histórica
independiente, un movimiento político propio y peculiar.
Y como el antagonismo de clase se
desarrolla siempre a la par con la industria, se encuentran con que les faltan
las condiciones materiales para la emancipación del proletariado, y es en vano
que se debatan por crearlas mediante una ciencia social y a fuerza de leyes
sociales. Esos autores pretenden suplantar la acción social por su acción
personal especulativa, las condiciones históricas que han de determinar la
emancipación proletaria por condiciones fantásticas que ellos mismos se forjan,
la gradual organización del proletariado como clase por una organización de la
sociedad inventada a su antojo. Para ellos, el curso universal de la historia
que ha de venir se cifra en la propaganda y práctica ejecución de sus planes
sociales.
Es cierto que en esos planes tienen
la conciencia de defender primordialmente los intereses de la clase
trabajadora, pero sólo porque la consideran la clase más sufrida. Es la única
función en que existe para ellos el proletariado.
La forma embrionaria que todavía
presenta la lucha de clases y las condiciones en que se desarrolla la vida de
estos autores hace que se consideren ajenos a esa lucha de clases y como situados
en un plano muy superior. Aspiran a mejorar las condiciones de vida de todos
los individuos de la sociedad, incluso los mejor acomodados. De aquí que no cesen
de apelar a la sociedad entera sin distinción, cuando no se dirigen con
preferencia a la propia clase gobernante. Abrigan la seguridad de que basta
conocer su sistema para acatarlo como el plan más perfecto para la mejor de las
sociedades posibles.
Por eso, rechazan todo lo que sea
acción política, y muy principalmente la revolucionaria; quieren realizar sus
aspiraciones por la vía pacífica e intentan abrir paso al nuevo evangelio
social predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos que,
naturalmente, les fallan siempre.
Estas descripciones fantásticas de
la sociedad del mañana brotan en una época en que el proletariado no ha alcanzado
aún la madurez, en que, por tanto, se forja todavía una serie de ideas
fantásticas acerca de su destino y posición, dejándose llevar por los primeros
impulsos, puramente intuitivos, de transformar radicalmente la sociedad.
Y, sin embargo, en estas obras
socialistas y comunistas hay ya un principio de crítica, puesto que atacan las
bases todas de la sociedad existente. Por eso, han contribuido notablemente a
ilustrar la conciencia de la clase trabajadora. Mas, fuera de esto, sus
doctrinas de carácter positivo acerca de la sociedad futura, las que predican,
por ejemplo, que en ella se borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo
o las que proclaman la abolición de la familia, de la propiedad privada, del
trabajo asalariado, el triunfo de la armonía social, la transformación del
Estado en un simple organismo administrativo de la producción.... giran todas
en torno a la desaparición de la lucha de clases, de esa lucha de clases que
empieza a dibujarse y que ellos apenas si conocen en su primera e informe
vaguedad. Por eso, todas sus doctrinas y aspiraciones tienen un carácter
puramente utópico.
La importancia de este socialismo y
comunismo crítico-utópico está en razón inversa al desarrollo histórico de la
sociedad. Al paso que la lucha de clases se define y acentúa, va perdiendo
importancia práctica y sentido teórico esa fantástica posición de superioridad
respecto a ella, esa fe fantástica en su supresión. Por eso, aunque algunos de
los autores de estos sistemas socialistas fueran en muchos respectos verdaderos
revolucionarios, sus discípulos forman hoy día sectas indiscutiblemente
reaccionarias, que tremolan y mantienen impertérritas las viejas ideas de sus
maestros frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado. Son, pues,
consecuentes cuando pugnan por mitigar la lucha de clases y por conciliar lo
inconciliable. Y siguen soñando con la fundación de falansterios, con la
colonización interior, con la creación de una pequeña Icaria, edición en
miniatura de la nueva Jerusalén... . Y para levantar todos esos castillos en el
aire, no tienen más remedio que apelar a la filantrópica generosidad de los
corazones y los bolsillos burgueses. Poco a poco van resbalando a la categoría
de los socialistas reaccionarios o conservadores, de los cuales sólo se
distinguen por su sistemática pedantería y por el fanatismo supersticioso con
que comulgan en las milagrerías de su ciencia social. He ahí por qué se
enfrentan rabiosamente con todos los movimientos políticos a que se entrega el
proletariado, lo bastante ciego para no creer en el nuevo evangelio que ellos
le predican.
En Inglaterra, los owenistas se alzan
contra los cartistas, y en Francia, los reformistas tienen enfrente a los
discípulos de Fourier.
ACTITUD
DE LOS COMUNISTAS ANTE LOS OTROS PARTIDOS DE LA OPOSICION
Después de lo que dejamos dicho en
el capítulo II, fácil es comprender la relación que guardan los comunistas con
los demás partidos obreros ya existentes, con los cartistas ingleses y con los
reformadores agrarios de Norteamérica.
Los comunistas, aunque luchando
siempre por alcanzar los objetivos inmediatos y defender los intereses cotidianos
de la clase obrera, representan a la par, dentro del movimiento actual, su
porvenir. En Francia se alían al partido democrático-socialista contra la burguesía
conservadora y radical, mas sin renunciar por esto a su derecho de crítica
frente a los tópicos y las ilusiones procedentes de la tradición
revolucionaria.
En Suiza apoyan a los radicales, sin
ignorar que este partido es una mezcla de elementos contradictorios: de
demócratas socialistas, a la manera francesa, y de burgueses radicales.
En Polonia, los comunistas apoyan
al partido que sostiene la revolución agraria, como condición previa para la
emancipación nacional del país, al partido que provocó la insurrección de
Cracovia en 1846.
En Alemania, el partido comunista
luchará al lado de la burguesía, mientras ésta actúe revolucionariamente, dando
con ella la batalla a la monarquía absoluta, a la gran propiedad feudal y a la
pequeña burguesía.
Pero todo esto sin dejar un solo
instante de laborar entre los obreros, hasta afirmar en ellos con la mayor claridad
posible la conciencia del antagonismo hostil que separa a la burguesía del
proletariado, para que, llegado el momento, los obreros alemanes se encuentren
preparados para volverse contra la burguesía, como otras tantas armas, esas
mismas condiciones políticas y sociales que la burguesía, una vez que triunfe,
no tendrá más remedio que implantar; para que en el instante mismo en que sean
derrocadas las clases reaccionarias comience, automáticamente, la lucha contra
la burguesía.
Las miradas de los comunistas
convergen con un especial interés sobre Alemania, pues no desconocen que este
país está en vísperas de una revolución burguesa y que esa sacudida revolucionaria
se va a desarrollar bajo las propicias condiciones de la civilización europea y
con un proletariado mucho más potente que el de Inglaterra en el siglo XVII y
el de Francia en el XVIII, razones todas para que la revolución alemana
burguesa que se avecina no sea más que el preludio inmediato de una revolución
proletaria.
Resumiendo: los comunistas apoyan
en todas partes, como se ve, cuantos movimientos revolucionarios se planteen
contra el régimen social y político imperante.
En todos estos movimientos se ponen
de relieve el régimen de la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos
progresiva que revista, como la cuestión fundamental que se ventila.
Finalmente, los comunistas laboran
por llegar a la unión y la inteligencia de los partidos democráticos de todos
los países.
Los comunistas no tienen por qué guardar
encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos
sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social
existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de
una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder,
como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar.
¡Proletarios de todos los países, uníos!
Autor Independiente Salvadoreño.
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