La Reina de Arrabal (cuento de “La saga de los espejos”)
La Reina de Arrabal
Cuento de “La saga de los espejos”
Por Luisfelipe Minhero
Sin agregar más comentarios a los ya dichos, hoy presento a la consideración de los lectores del mundo unidos, mi relato “La Reina de Arrabal” que forma parte de la antología cuentística “La saga de los espejos”. Que en su versión libro de papel en rústica (pBook), el precio de venta recomendado es us$14.24, pero ahora goza de un sustancial descuento del 49%, lo que significa que el precio apenas es us$7.26. Para ir a la página del libro en oferta, a continuación presento el vínculo directo:
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Atentamente,
Luisfelipe Minhero.
Autor Independiente Salvadoreño.
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Contracarátula de “La saga de los espejos
La reina de Arrabal
Un simple arito de oro blanco lucía -en anfibológico plan ceremonial- engarzado con provocadora intención al tabique nasal, que le disimulaba su perfil de diosa afgana del amor y le daba cierto depauperado aire de bellísima refugiada somalí a punto de levitar, más que todo por el hambre de semanas en el Mogadiscio a punto de desaparecer en ruinas -ocupado por los “cascos azules” en son de pacificar y restablecer el pernicioso orden occidental- y no a causa de largas horas en profunda meditación trascendental y mucho menos por angustias existenciales. Por supuesto que redefinidos, el pacificar y el restablecer lo occidental del orden, a partir de la idea imperialista que no admite el más endeble asomo de soberanía nacional con ribetes populares en un tercermundista país. Caso de darse tal asomo, es una osadía que la ONU debe castigar con todo rigor.
El litúrgico arito -a modo de poderoso talismán- con el que la diosa
depauperada, aspiraba conjurar las maldades sociales y que visto de cerca se le
advertía en la ovalada cuenta colgante una diminuta pringa de jade -color verde
ronrón con oportunos visos morados- incrustada o engastada con hábil
delicadeza. La pringuita tenaz, examinada a la distancia en que se percibe con
desconcertante sensualidad la tibieza del vaporcillo del aliento bucal opuesto,
silueteaba una pareja heterosexual en deliciosa cópula corporal.
Como todos los días, ella precariamente se resguardada -en espera de sus
clientes- bajo la endeble y vacilante sombra que le daban los aleros de algunas
casas señoriales de la Colonia Flor Blanca -las flanqueadas por la Alameda
Roosevelt y el Bulevar Los Héroes y que durante la guerra civil no fueron
protegidas con murallas coronadas de alambradas electrificadas- bajo los cuales
apenas podía refugiarse del implacable sol salvadoreño de quemante intensidad
posguerra, que no matizaba con la recién iniciada reconstrucción de la
democracia occidental luego del “negociado feliz” que puso de moda al país(ito)
en el concierto grueso de naciones “civilizadas” dispuestas a aceptar -bajo
ciertas condiciones y circunstancias- otra concertante nacioncita, más aun
fuese un pinche y mísero país(ito) mayoritariamente habitado por indios y
ladinos oscuros y resentidos.
La diosa, poseedora de una desprejuiciada, turbadora y despampanante
belleza, acá y en cualquier sitio del mundo -incluso en los exclusivos del jet
set- se paseaba rebosante de voluptuosidad por el Bulevar Los Héroes, la amplia
vía que desde la rancia Alameda Roosevelt, hacia el sur conduce al emporio del
marketing consumista en la ciudad capital y que la divide entre “los de arriba”
hacia el poniente y “los de abajo” hacia el oriente. Viéndola bien -a la
desconcertante diosa- su atentatoria belleza sin duda es el producto de
antiguas e incidentales alquimias sanguíneas a lo largo de varios siglos de
coloniaje y de cristiana expoliación evangelizadora y no viene al caso enlistar
los acosos y asedios que terminaron en estupro a muchas de sus antepasadas en
esos siglos de bárbaros despojos... fueron, según la historia prohibida del
pulgarcito, parte del derecho de pernada reivindicado por la fuerza -bruta y
militar- de conquistadores colonialistas, todavía vigentes como imperialistas.
Con entereza y a tiempo parcial diurno, ella se dedica al comercio
callejero de flores donde las 2 mencionadas calles capitalinas -contrastando la
beldad de la diosa- relucen la decadencia de las mansiones de exótico estilo
californiano construidas a mediados de los años ’40, durante la naciente época
de oro del café, en la renombrada Colonia Flor Blanca -a manera de suburbio
residencial- para la burguesía oligárquica residente en la capital del
país(ito). En esa intersección del boato arquitectónico de los barones cafetaleros
de antaño, con la “refinada” vulgaridad mercantil del desenfrenado consumismo
actual -desde inicio de la década de los ‘70- es donde la diosa -auténtica
Reina de Arrabal- a diario ubica su reino mercantil para negocios disímiles
pero acordes a circadianos períodos. Su piel morena con un tono broncíneo
pertinaz -más que tostada quemada, por ese turístico sol, prevaricador entre
las 7:39 y las 14:58- contrastaba con las desteñidas paredes y muros
decolorados de las casas, que mansiones fueron.
Estoica, reina bajo un sol difícil de aguantar impunemente sin filtro
solar en forma de importada crema o loción con un mínimo grado 18 de factor de
protección solar -a lo más que podía esperar dada su precariedad financiera- a
fin de bloquear -no más fuese tantito- la radiación ultravioleta, causa principal
de carcinomas y melanomas. La piel quemada le hacía destacar el color agua
chuca de sus ojos, causantes directos -junto con sus redondos y tensos glúteos-
de grandes debilidades nerviosas y morales en los machos ejecutivos, que desde
la lejanía de sus carros al pasar el atasco de una trabazón vehicular la veían
ávidos de concretar lujurioso lance. Su mirar perdido -rebosante de pícara pero
cándida sensualidad, tal vez sin malicia, a la vista y a la lascivia de hembras
y machos feraces circulando por los alrededores de la vitrina de la ciudad- en
el tramo del bulevar cerca del extranjerizado centro comercial era lo que en
verdad a menudo causaba los dramáticos embotellamientos del tránsito vehicular.
Un “observador”, de nombre y cargo, no de cualidad -un chele más de
ONUSAL, rústico e inculto cuilio en su norteño país- la llegó a encandilar con
la propuesta indecente -en extranjero acento- y la promesa brillante,
chispeante y resplandeciente de trabajo en pasarelas en el etéreo ambiente del
modelado “pret a porté” europeo.
Pero esta vez el espejito embaucador sólo vino a quedar en un mal pagado
-a ella- comercial promocional para la TV sobre la bondad de la “observación
internacional” y una cenita adicional en un establecimiento transnacional de
comida rápida con un plante de refinada vulgaridad, donde -el “observador
internacional”- le entregó a manera de regalo adicional un barato collar de
coloridas cuentecillas de vidrio, antes de llevarla al pérfido rato, del trato
en un escondido motel sito camino al puerto de La Libertad. Nada de orgiástico
banquete tipo romano en algún restaurante chic de la Escalón ni collar de
perlas cultivadas ni fin de semana en Panajachel.
Para la Reina de Arrabal no fue la primera ni la última vez. Para el
puto neo-colonizador, sí. Pero el televisivo comercial promocional justificaba
la inversión de muchos dólares -bastantes para el bolsillo de él- y la secuela
de impías mentiras en aras del bienestar posguerra por venir a saber para quién
putas.
En las afueras de la ciudad donde se ubica el motel no llovía ni hacía
calor, pero soplaba una tenue brisa incapaz de sacudir el tedio y el amargo
sabor, sí movía las hojas de los árboles recordando el continuo movimiento de
la Vida. Mañana, la Reina de Arrabal, con natural donaire -como siempre-
tendría que madrugar a comprar las rosas rojas, ocres, ciclamen, amarillas,
salmón y rosadas. Rosas que a toda costa tenía que preservar de una prematura
marchitez y por lo mismo de una sensible y acelerada desvalorización en el
mercado callejero. Para prevenir tan catastrófica marchitez cada ¾ de hora
tenía que estar remojando las rosas envueltas en cartuchos de papel kraft. De
las 15:16 en adelante hasta las 17:07, sí aceptaba con resignada naturalidad
rematar -a ₡4.oo (cuatro colones) menos- la docena de rosas sin distingo de
color. Mejor era perder un poco de la ganancia... del lobo un pelo. De ahí se
daba un breve descanso, para continuar luego con el otro oficio o quehacer, del
que a veces con un buen trato -o contrato no escrito- se alivianaba un quincena
completa y a veces tantito más.
Con la venta diaria de rosas en múltiples colores, le tocaba batir la
pobreza familiar y anular los golpes bajos del hambre habitual en el violento
país(ito) antes, durante y después de la guerra civil. “Gran lección de espartana altivez” que la Reina de Arrabal daba
al vender a diario las rosas, de vez en cuando su cuerpo y su conciencia jamás.
Gran lección para los negociantes de los frágiles acuerdos de paz.
Por justa e inefable ley natural, los putos se suicidan los lunes al
amanecer. Más cargado de la conciencia, el “observador” onusal, pronto pagaría
su complicidad con la vesania de las mentiras del orden occidental. Gracias a
dios el viernes estaba terminando y las inevitables ondas maníaco-depresivas de
la madrugada del inmediato lunes no le tardarían, al puto onusal, en llegar.
Las noticias disfrazadas, confirmarían la implacable vigencia de la “ley del
equilibrio universal”.
Y por encima de la iniquidad local, la Reina de Arrabal seguiría
reinando con toda autoridad aunque sea en esa sección del bulevar emblema del
consumismo obsesionante, que a los débiles de espíritu repliega sobre sí mismos
sus patológicas personalidades.
San Salvador, 3 de
agosto de 1994.
Tomado de:
La saga de los espejos
Luisfelipe Minhero
ASIN: B0875X7656
Publicado en Amazon: 1 mayo 2020.
Luisfelipe Minhero.
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